Monday, October 27, 2008

Tiempos difíciles

Después de años de esplendor económico, Londres despertó a la realidad de los bolsillos rotos de la crisis mundial. Desde que llegué a la ciudad se hablaba de problemas en el sector hipotecario, las casas, por primera vez desde la segunda guerra mundial, bajaban de precio. Hace tres semanas, el pánico financiero sacudió a Londres de su poder de compra de ensueños, que lo mismo daba para que el inglés promedio fuera una vez al año de vacaciones a Dubai o comprara una casa de verano en Portugal. El día que quebró Lehman Brothers, salía de una conferencia en la Fundación para el Comercio Justo, afuera de la estación Holborn del metro, la gente se arrancaba de las manos el London Lite, o el Metro, los periódicos que regalan por la tarde afuera de todas las estaciones. Los encabezados, como siempre, explotaban en adjetivos catastróficos y la gente sólo hablaba de los 700 despedidos aquel día por la quiebra del banco americano. Ya de regreso, mi compañera Juliet, me decía que lo que más le asustaba, era pensar que no podría disfrutar lo que vivió la generación de los noventas, la estabilidad económica, la fortaleza de la libra frente a cualquier otra moneda, la tranquilidad de encontrar un buen empleo después de salir de la universidad. Han pasado muchos días desde aquel primer día negro para los mercados y aún así, los londinenses no dejan de correr y tomar los periódicos después del trabajo, o abrir frenéticamente las noticias en Internet, como si esperaran que de un momento a otro, las noticias los trajeran de nuevo a esa realidad que resultó no ser tangible.


A pesar de todo, la crisis no se ha sentido como tal en las vidas ordinarias, al menos eso pensaba yo. La comida no ha subido espectacularmente, el transporte cuesta lo mismo, la cerveza se sirve igual. Pero mis concepciones cambiaron cuando fui a cortarme el cabello por recomendación de Iván y Daniela a la peluquería de Gloria, en el corazón del barrio latino-africano-árabe de Elephant & Castle. Era sábado y Gloria no estaba allí, pero estaba su suplente, Marta, que también vino de Bolivia en busca de los empleos ansiados por lo migrantes. Marta es morena, de un cabello chino obstinado y una amabilidad ilimitada, mientras me cortaba el cabello me preguntó de dónde era y si me gustaba Londres. Como la mayoría, opina que no hay lugar como su propio país, pero sabe que en Cochambamba no ganaría ni una décima parte de lo que gana aquí cortando el cabello. Lo sorprendente es que el oficio de estilista no es su principal ocupación, de lunes a viernes trabaja haciendo la limpieza en diferentes casas, y los fines de semana trabaja de peluquera, con un ritmo de trabajo frenético que no le da un solo instante para descansar, ni caminar al lado del Támesis o siquiera levantarse tarde en una miserable mañana de lluvia. Descansar no es una opción cuando se tienen tres hijos al otro lado del planeta, viviendo con la abuelita, me dice. Cuando la plática toca el tema de la crisis, Marta dice estar muy preocupada, sobre todo porque la crisis implica más restricciones para los migrantes, ¿tienes visa? me pregunta, a lo que respondo que sí, que vine a estudiar y tengo una visa de trabajo. Ahhh, como todos los de Colombia, que dicen venir a estudiar inglés y se quedan… “Lo mejor es que tengas cuidado, la semana pasada hubieron redadas aquí mismo, en este barrio donde nos sentíamos seguros” me dice. Le respondo que si en febrero por alguna causa no puedo renovar mi visa, regresaré a México, pero Marta tiene respuesta a todas las problemáticas migrantes y categóricamente me dice, que no, que me quede hasta que me deporten, como le hace toda su gente, “Así por lo menos sigues ganando dinero”. Llega la hora de despedirnos, le doy las gracias y antes de salir me pregunta si me gusta Cantinflas, “a mí me dieron ganas de ir a México porque desde niña me gustaron todas sus películas…”. Pago las 9 libras por mi corte de cabello, Marta se queda en la peluquería, con sus jornadas de trabajo interminables; la crisis seguramente me afectará de alguna manera, pero soy muy afortunado por no tener que preocuparme de las políticas antiinmigrantes, de esas faenas de trabajo que quizá no aguantaría. Y claro, entiendo que cuando el rigor económico azote la ciudad, los ingleses se quejarán amargamente de las vacaciones canceladas, mientras muy cerca, en la misma ciudad, otras gentes, deberán salir de su casa esperando no ser deportadas ese día.

Sunday, October 12, 2008

Housespotting

La estabilidad de la vida moderna se basa en el sedentarismo, entre el Homo neanderthalensis y el Homo sapiens sapiens existe además de un abismo de tiempo la distancia que hay entre vagar recolectando fruta y asentarse con la consigna de pagar renta o hipoteca. A mí, después de 25 de habitar en el mismo lugar, de conocer hasta en sus más íntimos rincones la casa donde prácticamente nací, me tocó la suerte de mudarme de país y después de ciudad hasta llegar a Londres. Fue así como el polvo de la costumbre y el hábito de un espacio se sacudió por un delirante periodo de seis meses en el que he tenido tres mudanzas, un récord personal de nomadismo urbano cada dos lunas. Semejante experiencia ha sido agotadora, intensa, a veces angustiosa pero también divertida y por demás extraña. En seis meses hemos tenido housemates de Australia, Uganda y España, nos ha despertado el sobresalto de una pelea conyugal entre nuestros vecinos que terminó en golpes, alaridos, amenazas con llamar a la policía y un final feliz para los que practicaban el amor apache. En los cambios hemos movido maletas en tren, en bus, bajo la lluvia, en la camioneta de un africano que no pronunciaba una palabra ni en el más tormentoso tráfico de un medio día de verano. La pluralidad de viviendas para tan pocos días ha sido grata, siempre se hacen nuevos amigos, se conocen barrios, se desmienten rumores. Para buena parte de los londinenses, Brixton significa pandillas, venta de drogas y la posibilidad de un crimen. Después de vivir allí se entiende que las pandillas y los dealers resultan apenas un tono en el mosaico de su diversidad inconcebible, su mercado que habla 36 lenguas, sus puestos de comida de cuatro continentes, sus negros elegantísimos que salen los domingos cantar en las iglesias gospel, sus sonidos a reaggae y sus olores a especias desconocidas.

Pero sin duda la parte más compleja de esta etapa nómada fue la búsqueda de un lugar donde vivir. Londres, una de las capitales financieras mundiales, es una selva donde compradores, dueños y agencias se disputan hasta el último centavo en comisiones, rentas, depósitos, hipotecas y cualquier forma de obtener ganancias económicas. Dado que acordamos compartir un piso con Iván y Karol, debíamos ajustarnos a los requerimientos de ubicación y precio de los cuatro, lo que hizo aún más compleja la búsqueda. Con el tiempo en contra, iniciamos una búsqueda en agencias, páginas de internet y anuncios en la calle que no daba tregua ni descanso. Salíamos de trabajar y teníamos citas con agentes, despertábamos el sábado y debíamos ver tres o cuatro lugares, nos llegaban mails, textos por celular, llamadas de landlords. Conocimos lugares deprimentes, espectaculares, ubicadísimos, peligrosos, amplios y amontonados. Los agentes inmobiliarios de Londres nos hacían ofertas, explicaban términos, maquillaban cifras desmesuradas llamándolas obligaciones y usaban indiscriminadamente la palabra lovely (encantador) para calificar desde palacios o chozas. La búsqueda fue extenuante y cuando por fin, después de encontrar un lugar, de negociar tarifas, depósitos, seguros y todo lo que implica un cambio, desperté al primer sábado de tranquilidad sedentaria y me hallé extrañando salir a buscar casa. Fue así como descubrí el housespotting, deporte inglés que consiste en conocer los laberintos del mercado inmobiliario de la misma manera en que alguien que practica el trainspotting conoce las complicadas rutas y horarios de los trenes como una absurda forma de matar el tiempo. Afortunadamente para mi salud mental me abstuve de responder a las llamadas de las agencias, a los emails invitándome a ver una magnífica propiedad que el agente estaba orgulloso de mostrar, ni a los textos que describían el lugar donde yo viviría en el más feliz sedentarismo. Hoy, a casi tres semanas de mi última mudanza, me pregunto cómo será la siguiente mudanza, más por morbo que por curiosidad, pero me queda la certeza que cuando llegue la ocasión, conviviré con la jauría inmobiliaria con la felicidad con que los retirados se sientan, cronómetro en mano, en las polvosas estaciones para medir la puntualidad inglesa de sus trenes.

Saturday, October 04, 2008

Mientras tanto, en el palacio nacional...

de un país con un gobierno fuerte y con sólida autoridad y legitimidad...