Saturday, January 24, 2009

Al sur, muy al sur


Se dice que más vale tarde que nunca, pero en ningún lugar esa frase ha tomado tanto sentido como en Chiapas. Aún cuando lo tuve muy cerca, en la mente, en el corazón, por el conflicto zapatista, por Sabines, por Rosario Castellanos, la ruta del sur siempre estuvo lejos de mis pasos. Era tanto lo que me habían dicho y tanto lo que esperaba, que incluso temía decepcionarme, encontrar menos de lo que imaginaba. Ahora puedo decir que me quedé corto y que cualquier expectativa fue abrumadoramente rebasada, en todos los sentidos.

Basta con recordar la vista del cañón del sumidero. Estamos sentados en el embarcadero del río Grijalva. Hemos desayunado un plato increíble de cochito y después un jícara del pozol mítico de la esquina de la Iglesia de Chiapa de Corzo. El sol cae a plomo y somos los únicos turistas esperando a que se junten los 12 pasajeros reglamentarios para el paseo en lancha. Lo minutos pasan y nadie aparece, dentro de mi ansiedad comienzo a considerar seguir de largo hasta San Cristóbal, pero Daniela asegura que el Cañón es imprescindible. Veinte minutos después la lancha comienza a deslizarse por el Grijalva, a la lejanía sólo se ve la misma ribera, tremendamente verde y tupida de vegetación, de pienso que quizá ni será tan grande ni tan impresionante. De pronto, casi de la nada, aparece. Estamos allí, diminutos, en el fondo de un cañón de un kilómetro de altura y el lanchero decide apagar el motor. Las marcas del agua se borran rápidamente y quedamos en silencio, nadie habla, nadie se atreve a romper un silencio tan hermoso, sólo miramos, miramos hacia arriba, hacia las paredes de piedra esculpidas por el agua.
Pero Chiapas apenas comienza. Dejamos atrás Chiapa de Corzo y tomamos la carretera federal a San Cristóbal. El camino de los altos es tortuoso, lleno de curvas, la carretera es estrecha y a menudo hay ramas o lodo. Salimos de una curva pronunciada y al lado del camino veo a un grupo de Chamulas cargando leña. Todas son mujeres, niñas prácticamente, y la escena se repite cientos de veces conforme nos internamos en los Altos. Allí están. Ellos, las etnias indígenas, tan auténticos y tan diferentes, tan separados del resto del país por la humillación de la conquista y del racismo, soportando su pobreza y las atrocidades cinco siglos que parecen haberlos olvidado. San Cristóbal aparece después, caminamos frente a la iglesia pintada de amarillo donde hace quince años se logró la tregua entre el ejército y los zapatistas, alrededor pululan los turistas y los niños que los persiguen ofreciéndoles pulseras, más que un pueblo que vivió una guerra parece un pueblo en plena prosperidad. Su arquitectura colonial, su encanto indígena, su ideología atraen visitantes de todos lados del mundo, muchos se quedan. Caminando alrededor del centro encontramos pequeños negocios de argentinos, italianos, gringos. La ciudad Real, como la llamaban en el pasado, es ahora la base de 80 ongs de todos los tipos, que llegaron a Chiapas después de que el EZLN mostró que México ni era un país desarrollado ni comprendía o imaginaba la marginación y la miseria de los indígenas.

Al día siguiente no me siento bien, me duelen los ojos, tengo escalofríos y un sueño terrible. Pero estamos de vacaciones y debemos aprovechar al máximo. Así que recorremos el mercado de San Cristóbal, pero entre la fiebre y el sueño que me cierra los ojos, me queda solo la visión de un lugar donde casi no se habla español y guajolotes miran con resignación a los marchantes que habrán de hacerlos pavo al horno en la navidad. Pero un par de aspirinas me reponen y salimos para San Juan Chamula. Su distribución es la misma que la de todos los pueblos del país, la iglesia principal, imponente, al lado el edificio del gobierno y enfrente una gran plaza sobre la que se ha instalado un mercado. Pero en San Juan Chamula sucede algo diferente. Tras pagar la cuota turística de 20 pesos y con la advertencia terminante de que cualquier foto está prohibida, uno encuentra el interior de su iglesia, distinto, por así llamarlo. No hay bancas, entre la tinieblas y el tenue resplandor de miles de velas, los fieles deambulan de rodillas o rezan sentados en el suelo, llorando, fervorosamente mientras algunos hombres beben pox. El piso está regado con hojas de pino, su aroma se mezcla con el incienso y las miradas graves de los santos que están en cajas de cristal, en fila, al lado de las paredes. Entre el misticismo y los rezos, vuelve la fiebre y lo veo todo más místico, más oscuro e irreal, como detrás de un vidrio opaco por el que veo esa mezcla de ritos indígenas, santos católicos y una fe que simplemente nos deja en la perplejidad, sin capacidad de juzgar u opinar, está allí y es sobrecogedora.

Un día después y ya recuperado de cualquier fiebre seguimos hacia Ocosingo, Toniná, el fastuoso Palenque y las lagunas de Agua Azul. Ya de regreso, en el aeropuerto de Tuxtla sólo me quedaba la impresión de que cualquier expectativa había sido superada. Chiapas es, a mi modo de ver, el estado más complejo, bello y diverso de nuestro país, ojalá pronto pueda volver…

Saturday, January 17, 2009

El camino al trabajo (con niebla londinense)

Desde la ventana: gris amanecer


El carril de bicicletas


Elephant & Castle












El parque de Kennington


Los repartidores malacopas...



La arquitectura como de Tlaltelolco en pleno Kenington



Y unas cuadras más adelante: el empleo...

Sunday, January 11, 2009

No es tiempo para despedirse

Hoy que es luna llena, o casi luna llena y que estoy lejos, muy lejos, como ya se me va haciendo costumbre, no puedo dejar de pensar en él, uno de mis mejores amigos, y de que mientras miro la neblina de Londres él lucha por salvarse. Desde hace trece años es, y ha sido, esa presencia que con sencillez podría definir como a un hermano, aunque su mundo, sus percepciones, su consciencia sean tan diametralmente distintas de la mía. Ahora prefiero recordarlo cuando era yo el de los problemas y él se limitaba como siempre, a mirar con cara de tremenda preocupación, suspirar con toda su resignación canina y a echarse esperar que las penas se diluyeran en su única solución: el tiempo. Ahora de ese misma esencia, del tiempo, depende su existencia y yo, desde mi isla, no puedo sino respirar hondamente y esperar que este tiempo sea de esos que terminan con las angustias y que al final de la espera él siga como siempre ha sido, feliz, mimado, con un rabito como radar, lleno de emoción para dar la bienvenida y amigo, amigo por siempre. Confío en que el tiempo de despedirse aún no llega y desde esta noche me limitaré a seguir su ejemplo, suspirar hondamente, apagar el cigarro y seguir con esta cara de preocupación hasta que el tiempo haga su trabajo.

Monday, January 05, 2009

Hola y chau

Los enormes motores del jumbo arrancan. Desde mi asiento, un poco adelante del ala izquierda, apenas se escucha un zumbido, las luces que se apagan y México, que acelera y desaparece con la misma velocidad con que el aparato se eleva. Unos minutos después, la ciudad de México, su enorme resplandor naranja en el cielo de las 8 de la noche, mi familia y mis amigos, quedan de nuevo atrás. Unos 25 días antes miré la misma escena en sentido contrario y más bien se me salía el corazón por haber regresado a mi país, después de casi dos años y medio de exilio voluntario.

Regresar, después de tanta ausencia, implica una descarga de adrenalina mezclada con recuerdos y emoción, emoción pura, como cuando encontré a mi mamá y mi tía, que nos esperaban en llegadas internacionales. El tiempo había pasado, estábamos quizá más viejos pero nos veíamos con más ganas que nunca, tanto, que no hubo tiempo para las lágrimas, sólo una sonrisa que apenas cabía en una sala de aeropuerto. Volver también implica ver cosas que antes parecían invisibles, esas simplezas que de tan cotidianas que se vuelven insignificantes cuando uno está en su tierra. Salimos del aeropuerto y enfilamos por Fray Servando, al doblar en Topacio, el mundo seguía igual, las prostitutas adolescentes recargadas afuera de cantinas y tiendas de bicicletas, unas cuadras más adelante, una pista de hielo enorme y millonaria, en los semáforos, los niños, los indígenas, los de siempre, los que nada tienen, trataban, como cada noche, de ganar unos pesos para la cena, el activo, la chela o lo que fuera, lavando el parabrisas de los coches que valen miles de veces lo que ganarán en una vida. Eso es México, ese soplo de viento que oscila entre la región mas transparente y el hollín asmático de sus chimeneas. Desde la ventana del auto transcurre una noche de viernes, como lo habíamos prometido, antes de cualquier trámite nos detenemos en una taquería, si no mal recuerdo, en la calle de Eligio Ancona, a dos cuadras del kiosco de Santa María la Ribera. De nuevo a las extrañadísimas delicias culinarias, en una taquería cabemos todos, las familias que salen a cenar en la noche de viernes, los solitarios que regresan del trabajo, los borrachos, los que apenas van, los que se ganan unas monedas guitarra en mano, los que regresamos después de una larguísima espera.