Friday, July 31, 2009

Jueves 9 de julio de 2009

2…


Cuando comenzó esta involuntaria cuenta regresiva me propuse escribir cada día. ¿Cómo es dejar un país en el que se ha vivido tres años? ¿Cómo dejar una ciudad de la que me he enamorado? Todo se resumiría en la palabra maletas. Cosas y cosas aparecen por los cajones que deben vaciarse, las paredes pierden sus fotografías y pósters y los objetos adquieren la propiedad del volumen y el peso. Un folder de papeles nunca estorba en un escritorio, pero en una maleta es pesado y ocupa un espacio fundamental, y lo mismo sucede con los zapatos, los cuadernos, y todas las chucherías acumuladas sin imaginar que un día deberíamos abandonarlas o cargarlas sobre el lomo hasta un avión. Lo segundo que me viene a la mente es que irse implica demasiado estrés y poco tiempo, hay que cerrar la cuenta del banco, del celular, el contrato de la casa, comprar algún regalito, visitar un lugar favorito de la ciudad, encontrarse con los amigos, caminar en silencio de despedida por las calles que fueron propias, trabajar y dormir. Obviamente me quedó poco tiempo para contarlo todo en el blog.

Más que por nostalgia he seguido escribiendo para mantener la memoria. Hay tantos hechos del pasado que se me han vuelto borrosos que temo que en un futuro lejano mis tiempos de londoner se disuelvan como ceniza de la memoria. El domingo pasado cuando regresamos de viaje, le pregunté a Daniela cuál era su lugar favorito de Londres, quien conozca su natural elocuencia sabrá que no pudo elegir uno, sino veintitantos lugares como su favorito. Yo también lo estuve pensando y mi respuesta inmediata es que mi favorito en Londres no es un lugar específico sino una ruta, la que hacía en bicicleta a la salida del trabajo dos veces a la semana desde que el frío se volvió tolerable. Dicha ruta, para quien alguna vez ande en bicicleta por el sur de Londres resulta esencial. La salida comienza en la estación del metro Brixton, el mercado o la Brixton Academy, digamos la esquina de Brixton y Stockwell Road donde hay una tienda de Barnardo’s y donde los días de concierto los revendedores de tickets acosan a fans desesperados por boletos mientras la multitud inmigrante del sur de la ciudad enfila hacia sus casas. Siguiendo Stockwell (siempre pegado a la banqueta izquierda) se atraviesan bloques y bloques de multifamiliares que cambian gradualmente de sonido, del reaggea y los gritos de sus escandalosos habitantes africanos, a los escandalosas pláticas de los portugueses y brasileños. En la esquina de Clapham road, afuera del metro Stockwell, invariablemente uno se detendrá en el alto. Allí atraviesa con prisa eterna una multitud de oficinistas que busca alivio a las frustraciones labolares en los pubs y restaurantes del Common, la mayoría ingleses recién graduados, australianos o neozelandeses, todos de traje o smart outfit e invariablemente de tennis, una moda yuppie que supone hace más cómoda la incómoda vestimenta de las oficinas. Siguiendo el road aparece Little Portugal, un paraíso de bares y restaurantes lusitanos, una pausa en el tradicional estilo de los pubs, donde los portugueses y su prole se sientan a platicar y fumar en la calle, afuera de sus cafés que ofrecen sardinas asadas o feioada a precios que serían un sueño en cualquier otro lugar de Londres. Pedaleando en la misma dirección se llegaa la estación de tren de Vauxhall, que en su lado sur alberga una decena de bares gays duros: sados, fetichistas, saunas y un club donde el único requisito es entrar desnudo. Afuera de la estación cruza la tribu inglesa que busca un tren para regresar a los suburbios del sur, Surrey, Basingstoke, Roehampton; al norte y a un lado del Támesis el moderno y siniestro edificio del MI5, la CIA inglesa, con sus antenas parabólicas y sus espías que seguramente no son activos pacifistas o colaboradores de la paz mundial.

En esa intersección de sadomasoquistas, exhibicionistas y espías se debe dar vuelta a la derecha, unos metros más adelante aparece una de las mejores imágenes que me llevaré de esta ciudad: el río Támesis serpenteando por el centro de Londres, a su izquierda las casas del parlamento, detrás el Big Ben y los puentes de Lambeth y Westminster. El camino enfila ahora hacia el este, se debe doblar en el puente de Lambeth, cuya altura es un reto para los pulmones de todos los ciclistas que se atreven a cruzarlo, a partir de ese momento comenzará el tráfico y las maniobras de peligro. Uno debe seguir la paralela al Támesis y para lograrlo habrá que meterse entre autos, buses, lorries, motociclistas y peatones, suena más complicado de lo que en realidad es, el único riesgo real es un descuido que puede mandar la bicicleta por los suelos; sin embargo arriesgar un poco el pellejo lo vale, cinco minutos después del puente de Lambeth, del lado derecho surge la enormidad de las casas del parlamento, la estatua de Oliver Cromwell y a la derecha la abadía de Westminster. El flujo del tráfico obliga a rodear el parque que está frente al parlamento, allí donde hay un campamento permanente de activistas contra la guerra de Irak, allí donde los Tamiles protestaron durante días por la ofensiva en Sria Lanka, allí donde hay una estatua de Nelson Mandela y en la esquina opuesta Churchill, allí, junto a esa estatua está mi lugar favorito de Londres: simple y efímero, un semáforo y detrás, majestuoso, inalcanzable, luminoso aún en días de oscuridad, el Big Ben. La visión dura un minuto, en cuanto la luz cambia uno debe salir disparado y tomar la paralela al Támesis, en las banquetas cientos de turistas abarrotarán cada centímetro para tomar una foto a ese reloj que tantas veces vi marcando las 6.45 de la tarde, hora en que normalmente lo atravesaba. En el camino continúan apareciendo vistas que espero nunca olvidar, la London School of Economics, el Somerset House del King´s College, la hermosísima St Paul’s Cathedral, la City, las mujeres guapísimas de la city que constituyen una distracción muy peligrosa para los ciclistas. Mi ruta terminaba tras cruzar London Bridge, de nuevo el río, ahora con la vista del Tower Bridge a lo lejos y las hordas de bankers que caminan hacia el metro. La última vez que hice mi ruta me pregunté cuándo volvería, si alguna vez pedalearía nuevamente por allí. Entonces comenzó a llover, era una pregunta irrelevante para Londres, estaba aún allí y tenía que moverme, habría mucho tiempo para la nostalgia después, no en ese momento, no en esas calles.

Monday, July 06, 2009

10....

¿Qué es más fácil, decir hola o decir adiós? En este tiempo de extranjería uno de los eventos más comunes después de cierto tiempo es despedirse de gente que como uno, vive algún tipo de exilio o viaje y al final debe regresar. En tres años le he dicho adiós a tanta gente que uno deja de preocuparse si los volverá a ver, simplemente se van, desaparecen a la vuelta de una esquina, tras el movimiento de un tren, se pierden entre la gente de una calle o del metro. Claro que duele decir adiós, pero Londres es una amante celosa y apenas han pasado unas horas desde la despedida cuando ya hay algo nuevo o uno debe pensar en los problemas del transporte, el clima, el dinero, la gente…
Pero ahora soy yo el que me voy; diré hasta luego, o hasta pronto, o adiós y me perderé a la vuelta de una esquina y entonces Londres habrá quedado atrás y yo en su pasado, como una huella más de sus lugares que recorrí. Y no sé si es a causa de mi facilidad para encontrarme en caminos de nostalgia, pero me cuesta trabajo decirle adiós a esta ciudad que me ha hecho sentir en casa. Ésa es quizá el lado más amable de Londres, todos son bienvenidos, todos caben, todos se pueden sentir en casa, pero no es su casa. El jueves pasado fue mi despedida con los del trabajo y después de una buena cena y varias copas de vino encima me fui a la casa caminando por el Southbank hasta que me paré a fumar en un muelle de madera, con St Paul Cathedral como un fantasma de mármol al fondo, el puente de Blackfriars a la derecha, un clima de 25 grados y el Támesis a mis pies, y claro, me dio risa, porque entre la borrachera y la conciencia comprendí que no había razón para estar triste, yo no soy de aquí y por más que estuviera frente a la imagen más perfecta de esta ciudad que amo, no sería parte íntegra de su paisaje porque al primer invierno me estaría quejando y maldiciendo el aire helado y la oscuridad y todas las torturas del frío. Total, el viernes regresé con Daniela al mismo lugar y todo seguía ahí, el calor, St Pauls y dos botellas de vino. Y preferí dejar de pensar en despedidas y adioses en el atardecer del Támesis, es mi turno de irme y nada más.

Wednesday, July 01, 2009

Cheese rolling

Me pregunto en qué momento comenzó la obsesión humana por competir contra otros semejantes por demostrar una superior habilidad física. Siempre que veo en la televisión un espectáculo de competencia, desde el grotesco fisicoculturismo hasta el aburridísimo cricket, me imagino que en el fondo somos simplemente víctimas del instinto animal de demostrar algún tipo de superioridad previo al apareamiento, aunque claro, mi teoría cae por los suelos al pensar en el dominio sexual de un luchador de zumo de 180 kilos.
Pero este post no tiene nada que ver con competencias organizadas sino más bien con la sinrazón de la competencia y con Gloucester, que es un pueblo al oeste de Inglaterra, al norte de Bristol, cerca de la frontera con Gales. Llegamos allí por invitación al cumpleaños de mi amiga Tracy un sábado que profetizaba buen sol y que en efecto fue lovely o encantador, como tanto se dice por estas tierras. Pero el propósito principal del viaje era, aparte de festejar, ver directamente la masacre de una carrera anual que se celebra desde tiempo de los romanos en una colina en las afueras de Gloucester, que también es el nombre de un queso que se encuentra en cualquier supermercado inglés.
El cheese rolling, o “queso rodante” consiste simplemente en que una bola de queso Gloucester es arrojada por un anciano venerable desde la punta de una colina y un ejército de ingleses salvajes lo persigue cuesta abajo con el riesgo de romperse cualquier parte sólida del cuerpo en el trayecto. Obviamente el ganador es el que consigue quedarse con el queso, aún cuando no conserve la integridad física. Al principio pensé que sólo asistiríamos unos cuantos morbosos del folklor inglés, pero la mañana del lunes en que llegamos al lugar de la carrera, entendí que era un evento que traspasaba las fronteras inglesas y se extendía al mundo anglosajón, banderas de Canadá, Estados Unidos y Australia podían verse entre los asistentes. El mejor punto para observar la carrera es por supuesto, la cima, así que emprendimos la subida, que resultó ser larga, lodosa y con algunos asistentes que tenían que detenerse para vomitar los esfuerzos que les ha robado la vida sedentaria. Una vez en lo alto comprendí la magnitud de este deporte, no habían veinte, sino cientos de participantes que esperaban formados pacientemente su turno; vi gente disfrazada, de banana, con tanga de borat, envueltos en plástico con bolitas inflables, al estilo militar o de civiles, todos con la ilusión de llevarse a casa esa noche una bola de queso. El segundo y más importante detalle es que la colina no es simplemente un terreno inclinado, sino verdaderamente una pared de pasto, casi vertical y con una altura de cuatro pisos, por lo que entendí que jamás en la vida me lanzaría desde la cima ni aunque tuviera que perseguir la salvación de mi alma convertida en 600 gramos de queso.
Desafortunadamente otros miles de visitantes tuvieron la misma idea que nosotros, pero llegaron más temprano y encontrar lugar resultó casi tan complicado como la persecución de los quesos. El terreno es prácticamente vertical y uno tiene que mantener el equilibrio, plantarse firme en el lodo y soportar la postura más incómoda que cualquier deporte ha ofrecido a sus espectadores jamás. Total, para el momento de la primera carrera estaba detrás de una docena de mirones y apenas pude distinguir, parado de puntas sobre terreno resbaloso, la caída de los primeros valientes que salieron en caída libre detrás del preciado trofeo. Pasaron tres, cinco, siete carreras y por fin logré ubicar a Daniela que había conseguido un lugar privilegiado en la mitad de la colina, a un lado de la valla que separas a los suicidas de los curiosos. Entonces pude entender el salvajismo de este deporte. Todo es demasiado tan rápido como su falta de sentido, el anciano venerable levanta un bastón y arroja el queso colina abajo, acto seguido los corredores se lanzan como desde la azotea de un edificio, rodando, dando maromas, tumbos, sentones, caídas de cabeza o de pie mientras el queso rueda cómodamente colina abajo. Al llegar al final hay un grupo de individuos que detienen con violencia innecesaria la inercia de los cuerpos en su rodar hacia la gloria de los lácteos. La competencia se demora innumerables veces pues muchos participantes terminan con algún hueso roto, es cuando entran acción los paramédicos, que se toman todo el tiempo necesario en tratar de revivir al desafortunado y si el caso es grave lo montan en la camilla y se lo llevan. La obsesión inglesa por la seguridad obliga a que la carrera se detenga hasta que llegue otra ambulancia a reemplazar a la que ha salido al hospital local. Cuando estábamos en una de esas pausas apareció junto a mí uno de los primeros ganadores, con orgullo levantaba en los brazos ensangrentados el valiosísimo queso. Yo en su lugar lo guardaría en un congelamiento eterno y sólo lo mostraría en los eventos familiares con la prohibición absoluta de rebanarlo a cuchillo. La parte aburrida del evento es la carrera inversa, cuesta arriba, que finalmente abre una opción para los cobardes de la adrenalina extrema. También es interesante que la mayoría de los que se lanzan son hombres, pero hay carreras de mujeres y el desenlace en alguna sala de urgencias es prácticamente igual. Estábamos cerca del final cuando hubo otra pausa de paramédicos, ahora por un motivo más bien humillante, uno de los asistentes se subió a la seguridad de un árbol para ver la carrera y en algún momento cayó al vacío por lo que tuvieron que bajarlo en camilla por la misma colina que casi le cuesta la vida a cientos más. Como es de esperar, aparte de la humillación de salir lastimado sin haber puesto un pie en la colina del destino el tipo fue abucheado sin piedad.
Para las últimas carreras no hubo más premio. Los quesos, como todo en este mundo se terminaron y ahora los concursantes corrían solo contra sus miedos o persiguiendo la gloria de una futura anécdota en la que narrarían su aventura. Esto hizo más simple y rápido el asunto, el anciano daba un grito, alzaba el bastón y los sujetos rodaban a toda velocidad cuesta abajo hasta que una tacleada implacable los detenía. Eran casi las dos de la tarde y amenazaba con llover, cuando emprendimos el largo camino cuesta abajo aún quedaban unos cincuenta esperando su encuentro con el abismo. Incluso había algunos más o menos lastimados que se notaba habían saltado al principio. Ellos correrían detrás de sus egos o buscando eso que nos lleva a competir en los más absurdos juegos para demostrarle algo aún más incomprensible a los de nuestra sangre. Yo opté por la seguridad y salvo el peligro de un resbalón casi al llegar al auto sólo me arriesgué esa tarde al otro placer tan absurdo y tan válido como el del cheese rolling: mirar la carrera del sol, sentado en el jardín de mi amiga Tracy con una copa de vino en mano.