Thursday, November 18, 2010

Ámsterdam contraataca

La experiencia se repitió, en este viaje todos los caminos llevaron a Amsterdam, desde donde escribo estas líneas antes de partir. Llegué este martes a las 5am y mi vuelo sale nuevamente a las 3pm así que había suficiente tiempo para aburrirse a morir en el aeropuerto –donde el internet es cobrado usureramente a 12 Euros por 90 minutos –o salir de nuevo a caminar por Ámsterdam. La decisión parecería más que clara, pero después de una semana fuera de la oficina, la cantidad de correos que seguramente me estarán esperando me hacían dudar sobre qué debía hacer. Finalmente opté por la lógica (del viaje) y salí a una ciudad sumergida aún en la oscuridad, casi desierta, muy contrario a lo que imaginé. Eran las 6:45 cuando salí del tren en la estación central, a esa hora si uno piensa en términos de la ciudad de México, desde el centro histórico al metro Tacuba, la actividad es más que frenética y la oferta culinaria es tan vasta como su historia; pensé que Ámsterdam tendría a esa hora cafés llenos de oficinistas o turistas gringos retirados que despiertan sus obsesiones con el primer momento de la madrugada. Estaba totalmente equivocado, eran las 7:30 y Ámsterdam no despertaba. Crucé el centro, pensando con ingenuidad que seguramente fuera del barrio turista la vida se daría de manera normal, con gente comprando café para el frío de cero grados que se sentía en ese momento sin luz del sol. Nada. Caminé por los canales, seguí letreros luminosos, me encontré con montones de restaurantes tan cerrados y a oscuras como la mayoría de las casas de la ciudad. ¿Estaba en medio de un día festivo para los holandeses y yo era la única persona que pensaba en desayunar a las casi 8 de la mañana? ¿Esta gente no come nada después de levantarse? ¿Su concepto de calidad de vida incluye despegar el ojo hasta las 8? Todo esto me pregunté mientras buscaba un local que vendiera café, lejos dejé mi proyecto de tener un lugar con internet y energía eléctrica donde me pudiera poner a trabajar a primera hora de la mañana. Más o menos a las 8:30, cuando ya estaba de malas y medio congelado apareció un pequeño negocio de cafés, tipo Starbucks. Sobra decir que siendo el único punto de venta de bebidas calientes en toda la ciudad a esa hora, estaba abarrotado de holandeses con ojos lagañosos. Compré un latte y una rebanada de pan de zanahoria, había internet pero no conexión a la energía eléctrica así que apenas pude responder algunos correos de la oficina cuando mi computadora anunció su retirada. Ámsterdam, con quien me había reconciliado hace una semana, me estaba jugando una mala pasada de nuevo. Salí del local antes de las 10, pensando si debería ir al aeropuerto, buscar otro lugar, entrar a un museo, a esa hora apenas se abrían los primeros comercios! La ciudad estaba tomando una revancha nuevamente y no lo iba a permitir. Camino a la estación central –donde tomaría el tren de regreso al parco aeropuerto –me encontré un pequeño lugar de renta de bicicletas. Cinco euros por seis horas. Sólo tenía dos, pero me pareció una buena forma de hacer las paces con ese pueblo que no se levanta temprano. El sujeto de la tienda fue el holandés más amable del día. Me mostró el funcionamiento de la bicicleta como si en vez de México viniera de la edad de piedra.

Una vez aclarado que sí conocía la tecnología de las dos ruedas salí por mi revancha con los Países Bajos. Siempre he pensado que para conocer una ciudad a fondo hay que caminarla, pero para verla desde una perspectiva más completa, inaccesible para los peatones y los automovilistas, hay que pedalearla. Ámsterdam, por su naturaleza ciclista es como una almohada de plumas para andar en dos ruedas. Acostumbrado a la amenaza constante de los microbuses y los automovilistas homicidas potenciales de la ciudad de México, me extrañó convivir de forma tan armónica con especies tan peligrosas como los repartidores. En esta ciudad, andar en bicicleta es como remar en Venecia, los caminos fluyen y el paisaje se abre a cada pedaleada con la serenidad de sus molinos. Sin conocer, ni ubicarme bien, recorrí los canales, el barrio rojo con sus vitrinas donde esta mañana sólo quedaban señoras cincuentonas en ropa interior, más que deseo, dejaban un aire de tristeza entre los que las veíamos un instante, dejándolas atrás, en su vitrina de recuerdos. Seguí por calles con nombres severísimos, como Weesperplein, Keizersgratch o Radhustraat, pasé al lado del museo Van Gogh, de la galería nacional, donde se guardan los más hermosos Rembrandt, atravesé la universidad y llegué hasta el final de la tierra, o más bien de esa extensión que los holandeses le robaron al océano, donde se extienden las compuertas que evitan que su ciudad se cubra por el mar del norte. En algún punto me perdí pero no tuve mayor preocupación, seguí a un grupo que me pareció estudiantes y me llevaron de regreso al primer radio de canales. El paseo fue tan seguro y tan disfrutable que tuve oportunidad de sacar el celular y filmar parte de mis trayectos con una mano. Finalmente se terminó el tiempo y con mucho pesar fui a devolver mi efímera bicicleta. Cuando estaba a una cuadra de la estación se acercó un sujeto a pedirme dinero. Como me negué comenzó a gritarme ofensas en inglés y en dutch. Ni siquiera consideré responderle, el contraataque de su ciudad no lograría borrarme la sonrisa causada por sus bicicletas y sus caminos, donde los tulipanes se ven mejor en movimiento.

Monday, November 15, 2010

Tren de media noche a Singapur

En su gran libro “The great railway bazaar” Paul Theroux narra un viaje larguísimo en tren, teniendo como punto de partida Londres y final en Tokio. Fue un libro inspirador sobre la soledad de un largo viaje y sobre la gente que uno encuentra en esos caminos, que constituye en sí, el viaje. Con ese libro encontré una de mis frases favoritas para los viajes: ‘One always begins to forgive a place as soon as it's left behind’ (uno siempre comienza a perdonar a un lugar tan pronto como lo deja atrás’). Según Thereoux muchas veces los lugares son estériles y poco interesantes, pero llegar allí, platicar con alguien, conocer una historia es lo que constituye el cambio, el traslado de nuestra rutina a otra realidad. Inspirado en ese libro decidí tomar el tren de Kuala Lumpur a Singapur. Tren de media noche el sábado, super sleeper class con ocho horas de duración.

Después de una semana de congreso de mercadotecnia social, junta regional y un taller de métrica, estaba deshecho de cansancio. El sábado terminamos casi a las 7 de la noche, por lo que apenas me dio tiempo de ir a comprar una guía rápida para Singapur, deambular un poco por el mal de 13 pisos de Times Square y sentarme por un café en Starbucks para leer mis mails y hablar a casa. Estaba en eso cuando llegó Dimitri, un brasileño de mi edad que trabaja para World Vision en Sao Paulo. La plática fue desde la vida en Brasil hasta la nueva modalidad de su oficina de trabo desde casa, yo le hablé de Londres, de la maestría y del continuo laberinto de causas y azares que me llevaron hasta Kuala Lumpur. Así llegó el tiempo de partir. Pedí un taxi que tiene un costo de unos 45 pesos y nos adentramos en el tráfico nocturno de KL. Debo reconocer que de las pocas ciudades de Asia que conozco, este es el peor tráfico que he visto. Masivo, totalmente detenido, desesperante, sin solución. Siempre que eso sucede visualizo el peor de los escenarios, llego tarde y pierdo mi tren. Después de mirar el reloj un par de veces el chofer pidió calma e inició una serie de atajos por calles oscuras y recién regadas por la lluvia, atravesamos un laberinto de puestos de comida, un vecindario desierto, una iglesia cristiana y finalmente llegamos a Kuala Lumpur central, donde me esperaba mi tren.

Las estaciones siempre me son evocadoras, las de tren, en un país tan lejano resultan interesantísimas. La sala de espera era enorme, con las habituales líneas de asientos de plástico incomodísimo llenas de hindús, malayos, chinos y uno que otro occidental mochilero. Aún así habíamos unas 100 personas de pie, aguardando el momento en que nos dejaran pasar a los andenes. Dieron las 11:45, las 12 y no nos daban el paso, pensé que me había equivocado de andén e iba a preguntar cuando se abrieron las puertas y la gente corrió como si al final del pasillo hubiera algo distinto al tren deslavado y viejo que nos esperaba. Por el viaje de Theroux me imaginé que el tren tendría un carro comedor lleno de gente interesante, de viajeros que como él atravesaban el mundo sobre rieles o gente como la de su libro. La realidad de los trenes actuales en Malasia es que no hay carro comedor. Me lo dijo un empleado que en sus últimos 10 años no ha visto ese tipo de trenes en el país. Allí vino mi primera decepción. Cuando encontré mi lugar, en una larga hilera de camas en dos niveles, me di cuenta que no había espacio para convivir, ni platicar, ni nada. Debajo de mi ‘cama’ había una inglesa que leía con audífonos puestos, al otro lado del pasillo una señora hindú a la que toda la familia ayudó a trepar y que cayó dormida antes de partir. Los pasajeros llenos de historias estaban allí, pero se las guardaron para el sueño así que cerré la cortina y me acomodé en el microespacio de un pulman nocturno. Debo confesar que dormí bien. Sentí frío en algún momento y en la madrugada el vaivén me hizo ir al baño, por lo que atravesé los pasillos silenciosos y tétricos, que me hicieron pensar en un hospital mal iluminado. Cuando desperté, un oficial de migración me pedía mi pasaporte y pase de entrada. Como pude, abrí los ojos, el sol pegaba de lleno y los hindús, chinos y malayos despertaban con un escándalo de maletas, cosas que se caen, empujones y frases ininteligibles para mí. Singapur me esperaba después de un viaje en tren a la media noche por la península Malaya, una experiencia distinta a lo que esperaba, pero que me dejó una gran sonrisa y los ojos descansados por el sueño que solo los trenes en movimiento pueden lograr.

Saturday, November 13, 2010

Kuala Lumpur

Todo comenzó con una llamada telefónica de mi ahora ex-jefa preguntándome como lidiaba con el jet lag… Por supuesto me solté a decir que en mi experiencia tomar agua, dormir en las horas del lugar al que llegas, etc. Me interrumpió a la mitad diciendo que siempre tengo un discurso para todo, al menos sé improvisar. “Pues te vas a Malasia” me dijo y allí comenzó el viaje. Había tres formas de llegar aquí, cruzar el Pacífico vía Los Ángeles, por Europa o haciendo un agujero que atravesara la tierra. Al final la más económica fue la segunda así que me mandaron vía Amsterdam por KLM. Ya conté un poco de la reconciliación con Ámsterdam. Cuando terminó esa luna de miel de seis horas volví al avión para las 12 que faltaban para Malasia.

Me da miedo volar. He tenido la fortuna de tomar varios aviones en mi vida, pero siempre me asusta la idea de ir en una caja a 10 mil metros de altura. Estábamos a punto de despegar cuando la azafata de KLM anunció que había una falla técnica y nos retrasaríamos media hora. Sinceramente pensé en bajarme. Visualicé el avión en llamas cayendo sobre una montaña de Asia y me vi a salvo gracias a mi cobardía en Holanda. Me sudaban las manos y no dejaba de pensar en las posibilidades de lo funesto. Finalmente me armé de valor y soporté doce horas de turbulencias, la falla técnica –afortunadamente- estaba en la consola de videos, que se reiniciaba continuamente. Si hubiera sido en los motores no estaría escribiendo estas palabras.

Kuala Lumpur me pareció una ciudad enorme y moderna. Llegué directamente al registro en el Times Square y apenas tuve tiempo de salir al mal de doce pisos del que forma parte. Me impresiona la manera en que los asiáticos han adoptado el concepto de consumo inútil, doce pisos de tiendas de baratijas mezcladas con marcas internacionales, cines, una montaña rusa, restaurantes y todo el entretenimiento que uno no necesita agrupado en un edificio monstruoso.

Los siguientes días los pasé en conferencias sobre marketing y desarrollo. Confieso que cada vez me gusta más mi trabajo, así que no me pesó quedarme horas escuchando la experiencia de tanta gente alrededor del mundo que logra cambios significativos en la vida de los demás. Por eso tuve poco tiempo para recorrer todo lo que hubiera querido esta ciudad. Pero sí escapé todos los días, recorrí al menos el Chinatown, Little India, el distrito central, las calles del turismo, los malls de electrónicos. Entre estos barrios hay extensiones enormes, laberintos con sarcófagos de 20 pisos o más donde habita la ciudad. Me impresionó que en las calles, en el laberinto de los multifamiliares no hubiera gente, que cruzara calles y calles vacías sintiendo que la ciudad había sido abandonada de alguna manera. No había ni vendedores ambulantes, ni hordas de niños jugando, ni vagabundos, ni caminantes sin qué hacer que observan con curiosidad el paso de un extranjero como me sucedió en Tailandia. Quizá porque me esperaba que Kuala Lumpur fuera más como Bangkok. Al final lo que encontré fue un lugar con historia muy reciente, con una riqueza cultural que estriba en su mezcla de población china, hindú y su descendencia del colonialismo británico, que le dio una marca definitiva a la ciudad. El tráfico es espantoso y las torres Petronas realmente impresionan. Tristemente no encontré boleto el día que las quería subir así que me quedé como visitante de París sin subir a la Eiffel. Si soy demasiado sincero creo que no es el mayor destino de Asia. Esta noche tomaré el tren de media noche a Singapur. Una aventura inspirada en The Grat Railway Bazaar de Paul Theroux. Pronto contaré como es atravesar Malasia en un vagón sleeper. Ahora que cae la noche es tiempo de salir por una última caminata, sentir la humedad opresiva y el aroma dulce de la comida que se cocina sobre algunas banquetas.

Sunday, November 07, 2010

Bicicletas de la memoria

Llegué a Ámsterdam por primera vez una madrugada de invierno en un autobús que cruzó como un fantasma en medio de la niebla desde París. Dicen que no hay segundas impresiones así que me quedé por siempre con la misma imagen, una ciudad oscura, con trenes de siniestro color amarillo que se detenían en estaciones vacías tristísimas. Quizá fue el invierno, quizá mi circunstancia personal que no era ideal, pero Amsterdam me pareció un lúgubre con todo y sus bares con mariguana, su distrito rojo y su mentalidad ultraliberal. Quiso el azar que me reencontrara con esta ciudad hoy por la mañana, en una ominosa escala de 7 horas antes de seguir hacia Kuala Lumpur, Malasia. Cansado por el vuelo y el terror de las turbulencias que no me permitieron una hora completa de sueño, me sentí tentado a quedarme en el aeropuerto Schiphol y matar ese tiempo dormido en sus banquitas incómodas. Afortunadamente el sereno entusiasmo de mi compañero Luis me animó a buscar el tren que nos llevara a la estación Central. Tan pronto dejé el tren, me reencontré con el pasillo donde años antes nos perdimos por la necesidad del hermano Juan de no pedir ayuda a nadie ante una circunstancia confusa, saliendo, nos esperaba un Amsterdam vivo e iluminado, con destellos de un hermoso azul que se asomaba entre los espesos nubarrones del norte. Entonces inició mi reconciliación con esta ciudad, a pie, como debe recorrerse cualquier sitio, caminamos por el centro por espacio de tres o cuatro horas. No me sorprendieron las bicicletas, simplemente me gustaron más. En mi última visita aún no era ciclista, ahora, poco me faltó para haber rentado una bicicleta recorrer como pudiera el tráfico de locos en que se mezclan los rines, las carreolas y los peatones. Los canales con luz también son otro mundo, alegre, aún con los colores que el invierno no ha borrado y con la energía de gente que sale de su casa a comprar o comer grandes cucuruchos de papas a la fritas con mayonesa y cátsup. Casi al final, enfilamos al barrio rojo. Según mis lecturas, éste había sido abolido y borrado de la memoria de Ámsterdam. Mis fuentes aseguraban que la ciudad los había prohibido y que el famoso barrio rojo se convertiría en una ampliación de los pasajes comerciales, las vitrinas en vez de prostitutas ahora albergarían maniquís con objetos carísimos e innecesarios. Según yo, era una decisión de mercado más que de moral. Estaba equivocado. El barrio rojo seguía allí y más poblado que en la triste navidad que lo vi medio vacío, como un decadente zoológico de animales en proceso de suicidio. Esta vez las vitrinas estaban llenas de mujeres que detrás de sus cristales se exhibían casi desnudas, como hermosos fantasmas, como esculturas en el museo de cera del deseo, separadas del mundo terrenal por los 50 o 60 euros que son la diferencia entre la carne y el morbo que se limita a observar desde la calle. Las calles del barrio rojo terminaron, de nuevo estábamos en la vía para Ámsterdam Central, recorrí los últimos pasos hasta el tren con la satisfacción de haber dado esa caminata y reencontrarme con una ciudad condenada por mi pasado. Esta vez la memoria fue rebasada en silencio, casi invisible, como una de tantas bicicletas en Holanda.

Monday, August 02, 2010

1 año

Comencé este blog una tarde de septiembre de 2006 en la biblioteca de la Universidad de Birmingham, en Reino Unido. Llevaba quizá cinco o seis días en un nuevo país y no me imaginaba que me quedaría allí tres años y todas las aventuras que me cambiaron la vida por completo. Entrar al mundo del desarrollo sustentable sin más armas que varias lecturas y ganas de cambiar el mundo me llevaron hasta el otro lado del planeta, donde conocí y me apropié de otra forma de vida. Tuve la fortuna de conocer varios países, de vivir en dos ciudades, de hacer amigos que nunca olvidaré. Hace un año exactamente ese viaje tuvo punto de retorno, no final, y me encontré de nuevo en mi amada y monstruosa ciudad de México. Nunca olvidaré que era viernes y que al salir del aeropuerto percibí ese aroma inconfundible a hollín y basura que sólo percibimos los que pasamos mucho tiempo lejos. Tampoco olvidaré que saliendo del aeropuerto fuimos a desayunar al centro, al Vips de Venustiano Carranza y que me asombró ver que la ciudad se despertaba idéntica, como si yo siempre hubiera esta aquí, o como si nunca me hubiera extrañado. Relatar los sucesos de un año entero resulta vano e innecesario, pero puedo decir que los últimos 365 días los he sentido como dos o tres años. Y esto, en definitiva, habla bien de este último año, pues ha sido tan intenso, tan cambiante, tan lleno de cosas nuevas, que ahora siento a Londres y sus maravillas como un punto lejano y feliz de mi pasado. En este tiempo pude viajar dentro de México, vi dos mares, el golfo y el pacífico en un solo día, regresé a mi amada y fría Inglaterra, conocí Turquía, trabajé durante 10 meses a las cuatro de la mañana, hora en que la ciudad duerme ese sueño intranquilo de mujer fácil que con cualquier sonido de pasos se despierta, recorrí estas calles con nuevos ojos, me encontré con nuevos amigos y terminé por resignarme a dejar de ver a otros que llenaban mis días antes de partir. Ahora trabajo en una agencia humanitaria, mi sueño, al fin y al cabo, y me enfrento cada día a la tarea imposible que perseguimos todos los que trabajamos en el desarrollo, la de un mundo más justo, menos cruel, menos desigual. La otra noche platicaba con el hermano y Melissa sobre la adaptación, sobre la crudeza del cambio, lo que se pierde y lo que se gana al regresar a México después de tener la oportunidad de quedarse para siempre en un país con un alto nivel de vida, con seguridad, salud, buenos sueldos, viajes baratos, y llegaba a la conclusión que para la mayoría de la gente ese regreso es una locura, porque difícilmente alcanzarán las metas económicas o de acumulación de bienes materiales con que sueñan. Pero si uno está obstinado en el desarrollo, no hay nada que hacer en Europa o en los países que se han enriquecido con la historia. Los cambios se deben hacer aquí, desde las comunidades excluidas hasta los corporativos o casas de lujo que son producto de una sociedad tremendamente injusta, donde la riqueza es tan desigual como las oportunidades de educación, salud, felicidad.

Hace un año, después de caminar por la noche de Chicago, me preguntaba que sería de mí en el futuro. Me tardé diez meses en contestar esa pregunta, diez meses en que me levanté a las cuatro de la madrugada para empezar a trabajar por teléfono y mail con mis compañeros de trabajo que seguían su vida normal y a la semana se olvidaban que yo estaba viviendo un shock cultural. Porque en ese proceso cuestionaba el desorden de México, la mentalidad, la comida, la contaminación, el ruido, todo lo que era diferente a Londres. Pero en el tiempo que siguió descubrí la maravilla de la identidad, de sentirse uno con el desamparado que mendiga una moneda en el metro, con el yuppie a quien nada le importa en Polanco, con la costeñita que sólo sueña con el viernes para bailar reggaeton. Porque finalmente esa desigualdad y esa diversidad conforman a este país, y quizá cambiarlo no sea tan complejo como todos pensamos, pero aún no existe una fórmula, no hemos llegado a la idea, al proyecto o al momento. Hace un año me topé de nuevo con mi antigua casa, la casa de mi madre, con mi familia invaluable, con un perro que no me olvidó en tres años de no estar, con muchos amigos que me esperaron, con los que no y a los que esta noche recuerdo con el mismo afecto con que los recordé en mi tiempo de lejanías.

Hace un año dejé de escribir en este blog en parte porque pensé que el viaje había terminado. Lo asumí y busqué un nuevo camino en esta tierra, pero un buen amigo inglés estaba en lo correcto. Cuando salía en autobús rumbo al aeropuerto de Heathrow y pasaba cerca de Picadilly Circus me llegó un texto al celular que decía, It´s not the beggining of the end, just the end of the beggining (No es el principio del final, es sólo el final del principio). Recuerdo que ese mensaje me hizo sonreír un instante antes de que la multitud me empujara a los adentros de la Picadilly Line del metro que había de llevarme al aeropuerto. Hoy, un año después de haber recibido ese correo sé que estaba en lo correcto.