Monday, August 27, 2007

Días decisivos...

¿Por qué será que llegan esas semanas decisivas en la vida? A partir del próximo viernes se definirá el nuevo destino donde habitar. Las opciones por el momento son Bangkok e Inglaterra, pero podría ser México nuevamente. Además en pocos días debo mudarme a una nueva casa, terminar la tesis y encontrar empleo... Definitivamente la vida de estudiante sólo puede llenarnos de vibras positivas, en otras circunstancias estaría quizá tremendamente agobiado, sintiendo no lo duro sino lo tupido. Frente a la tempestad: calma. El relajamiento de estos días ha creado mi la más sincera empatía con las amas de casa mundiales, a las que admiro como nunca en mi historia. Ahora que Daniela trabaja y paso largos periodos de soledad en la tranquilidad del hogar tratando de desentrañar mis ideas sobre el desarrollo, entiendo que no hay como el desesperado silencio de una casa por la mañana para desequilibrar a la más firme salud mental. Ante semejante quietud y entre mis recurrentes crisis de inspiración he desarrollado rápidamente manías de ama-de-casa como acomodar compulsivamente los trastes que se secan en el fregadero, revisar la limpieza de la cocina o (nunca lo imaginé) acomodar la ropa en sus respectivos cajones. Claro, buena parte de mis nuevas manías surgen en periodos en que escapo literalmente de la computadora y me encuentro sin nada qué hacer. Si semejantes extravagancias surgieron en un mes, me solidarizo con las amas de casa que pasan horas interminables en la estoica espera del silencio, ahora más que nunca entiendo la obsesión por el orden y la limpieza y la cruzada contra la ropa sucia o sin planchar. Afortunadamente para mí este ligero desorden mental se curará rápidamente en cuanto tenga un empleo y pueda evitar cualquier actividad doméstica bajo la excusa del cansancio. Los días decisivos están por llegar y pronto, estaré escribiendo si los próximos boletos son de aviones asiáticos o de un simple autobús a otro barrio de esta ciudad.

Tuesday, August 21, 2007

Home tasty home

Viajar es, por lo menos en mi opinión, lo más cercano a lo mejor de la vida. Hace algún tiempo en una escala en el aeropuerto de Houston, mientras mirábamos a los soldados norteamericanos que seguramente regresaban de medio oriente (era evidente que habían sido heridos) mi compañera de asiento -una newyorker de 82 años- me dijo algo así como “es una lástima que vayan tan lejos para cometer asesinatos, cuando viajar es una de la cosas que nos vuelve más civilizados…”. Sin embargo también es cierta la sabiduría de mi madre en cuanto a que no hay nada como la delicia de regresar. Por supuesto, volver a casa implica en primer lugar la egocéntrica actividad de “narrar” a los demás las experiencias en lugares que no conocer. Pero más allá del ego viajero regresar implica reencontrarnos con nuestros sentidos, el tacto de una cama, el sonido de una voz conocida, el aroma a casa, pero sobre todo el sabor de la comida. Tailandia posee una gastronomía del tamaño de su historia. Durante un mes me deleité con sus ingredientes tan ajenos a los sabores conocidos. Es complicado describir una cocina de tanta variedad, sin embargo es obvio mencionar al arroz hervido como acompañante de cualquier platillo; las ensaladas de “papaya” (que no llevan papaya por supuesto) sino frijol germinado, lechuga, y chile verde picado; los noodles que son la pasta de oriente, hechos de harina de arroz y acompañados con carne o bolitas de pescado; la carne de cerdo frita que tanto recuerda a las carnitas; y toda clase de mariscos, camarones, ostiones, pulpo. También fui invitado a probar comida burmesa, china, árabe y claro, a pesar de cierta repugnancia probé gusanos de coco fritos y chapulines; me ofrecieron comer un grillo que tenía el mismo tamaño que mi celular, pero fue demasiado y amablemente seguí con la delicia de los gusanos de coco. Oriente es distinto incluso a la hora de sentarse a la mesa. Cuando se está en un restaurante tailandés no existe el concepto de posesión; ningún plato tiene “mi pescado” o “mis insectos”, la comida se pone en el centro de la mesa y cada quién comparte lo que pidió con los demás invitados. Obviamente es distinta la cultura de comer en la calle. Si en México pueden impresionar la cantidad de puestos callejeros, en Tailandia la venta de comida en la banqueta es una cultura, un deporte, un sello de identidad. Realmente se encuentran pocas calles sin un vendedor de noodles, de brochetas de pollo al carbón, o sin un carrito que ofrezca plátanos fritos o fruta fresca. Desafortunadamente tuve que pagar las consecuencias del riesgo: un plato de noodles en plena banqueta de Bangkok me dejó un día entero recluido en el hotel por una tremenda infección en el estómago, no más detalles. Todo se disfruta, pero realmente nada hay como regresar y probar las benditas enchiladas de mole que me esperaban en el número 77 de Lottie Road, en Birmingham después de casi veinte horas de viaje. Y claro, una semana después fue Manchester en un viaje-pub-crawl ampliamente reseñado por Juan, Iván y Daniela. Y apenas el fin de semana fue Birmingham donde ni el clima espantoso, ni la cruda, ni el cansancio nos hicieron desistir de la delicia de unos chilaquiles.










Monday, August 13, 2007

Dejando Bangkok

Mientras hacía fila para la verificación de pasaportes en el Suvarnabhumi International Airport no pude evitar sentir la evocación de la nostalgia, Tailandia había terminado y su gente me había llegado al corazón, así de simple. Detrás de mí un grupo de mochileros ingleses (cuatro hombres y una mujer) daban consuelo a dos de sus compañeros que, llorando a lágrima viva, llamaban la atención de todos los que estábamos en la fila. Pocas veces se ve tanta expresión entre las flemáticas personalidades inglesas. Lloraban con sentimiento vivo, con genuina tristeza y los demás nos sentíamos entre curiosos y apenados de mirar su desolación desde la indiferencia de la fila. La causa de aquel llanto esperaba junto al mostrador de una aerolínea, dos tailandesas adolescentes decían adiós a los ingleses que las miraban con el desamparo con que terminan los más funestos amores de verano. Desafortunadamente lo interesante de la escena radicó en su anormalidad. Basta caminar por cualquier zona turística de Bangkok para encontrar occidentales mayores de cuarenta años con tailandesas que no deben pasar de los veintidós y que en muchos casos son menores de edad. En la llamada ciudad de los ángeles, el demonio de la explotación sexual y el tráfico de personas es tan común que ha terminado por volverse invisible, en un silencio cómplice.

Ante la magnitud de la demanda, Bangkok ofrece tres grandes zonas de tolerancia. La más antigua y famosa es Soi (calle) Cowboy, que se inició como un centro de diversión para los soldados norteamericanos que peleaban en la guerra de Vietnam. Soi Cowboy no es más que un corredor de bares y clubes de desnudismo, sin embargo sólo he caminado por ahí de día, así que desconozco las dimensiones de su población nocturna. Silom Soi es la segunda estación de los turistas sexuales, extrañamente en esta calle se da una extraña combinación del comercio informal, la piratería y la prostitución. El mercado nocturno de Silom ocupa el centro de la calle, en él se puede encontrar relojes, ropa y todos los objetos de consumo que encontramos en cualquier tianguis mexicano. Las banquetas están libres, en los costados la música, las luces y la oscuridad de los locales delata otro ambiente, en la puerta de bares y restaurantes adolescentes en bikini tratan de llevar al interior a cualquier turista solitario. Basta detenerse en algún puesto que mire a la banqueta para observar el interior de estos lugares, sus pasarelas con más de cuarenta mujeres en los más absurdos vestuarios, bikinis, mini-uniformes de colegiala, vestiditos de enfermera y todo el repertorio de la imaginación sexual. Sin embargo no es aconsejable entrar, los bajos precios del alcohol son recuperados con la tarifa de “Salida” que puede oscilar entre los 20 y los 30 dólares. Sin embargo es Nana Plaza la zona que me deja impresionado. Ubicada en el barrio de Sukhumvit, este lugar de tolerancia alberga a unas 3,000 prostitutas de acuerdo a un amigo periodista. La plaza consiste en un edificio de cinco pisos con forma de herradura. En la planta baja hay bares llenos de chicas que acuden a platicar con todo aquel que pida una cerveza, su comunicación consiste en un inglés básico y el insinuante lenguaje de sus manos que abrazan, acarician y atraen a los clientes con del delicado tacto oriental. Si el visitante quiere algo más que plática, debe pagar la salida de la chica, unos 20 dólares y negociar, por una cantidad similar, el precio del amor. Pero Nana Plaza va mucho más allá, en los locales de los pisos superiores hay shows de travestismo, nudismo, globos, burbujas y todo tipo de desviaciones hasta llegar al quinto piso donde sin simulación se promocionan espectáculos de zoofilia: mujeres teniendo sexo con monos o perros.

Durante varias noches a la hora de la cena me toca compartir mesa con los veteranos del amor que se compra. Un noruego repite una frase que leí en Lonely Planet, “no vine a Bangkok por los templos”, después me cuenta que en una semana ha estado con ocho chicas y que viene de Filipinas, donde el sexo es más barato. Sin embargo me hace una confesión extraña, se ha enamorado de una filipina y piensa regresar por ella para casarse en diciembre. En Tailandia se da un fenómeno similar, quizá sea que el poder de la soledad se impone a la necesidad del comercio, un romántico diría que la fuerza del amor siempre superará al dinero, porque es común ver parejas de hombre occidental y mujer tailandesa en las numerosas oficinas de trámites para matrimonios con extranjeros. Quizá todo se explique porque incluso dentro de las naturalezas más inmundas y cosificadas existe un espacio para crear lazos y sentimientos humanos.

Mi pasaporte es revisado y avanzo por un amplio pasillo de cristales hacia el avión que veinte horas después aterrizará en Londres, entonces mis sentimientos de turista nostálgico afloran. Tailandia y su gente, su dolor, sus extravagancias, su sordidez, su cultura, el misticismo de sus templos, la santidad de sus mojes. Al final de todo las sonrisas y el gran corazón de su gente. A lo lejos los pesados nubarrones del monzón avanzan con lentitud de elefante hacia Bangkok, ciudad de ángeles donde también pueden encontrarse pasadizos que conducen directamente al corazón de las tinieblas.


Abajo, fotos del último día en Ayuthaya.







Sunday, August 05, 2007

Los caminos imposibles


Finalmente después de recorrer templos y templos compro mi boleto hacia Pai, una de las últimas poblaciones que aparecen el mapa del norte de Tailandia. El camión indicaba Tercera Clase, pero nada me hizo sospechar lo que vendría. Una vez Daniela y yo tomamos un camión en tercera clase de Oaxaca a Puchutla y cuando por fin pudimos bajar juramos nunca más intentarlo. El camión al que me subí hace ver a los guajoloteros oaxaqueños como un servicio de primera en British Airways. Básicamente había cuatro inconvenientes:
  • El espacio entre asientos estaba planeado para niños de kinder, por lo que tuve que sentarme entre el asiento y la “nada” del pasillo.
  • No está previsto que los pasajeros de tercera clase viajen con equipaje, por lo tanto las mochilas o maletas deben ir o sobre las propias personas o en el pasillo donde serán aplastadas por los demás.
  • El chofer tiene la ferviente convicción de que donde deberíamos caber 20 cabíamos 32, así que una señora que no alcanzó asiento no tuvo más opción que sentarse sobre mi pie derecho durante las 8 horas que duró el viaje.
  • Como el aire acondicionado es un lujo vedado a los que viajan con bajo presupuesto la ventilación fue sustituida por un aerodinámico agujero en el pasillo del autobús. Desafortunadamente dicho agujero también representaba una desventaja ya que el pie de un pasajero podía caer directamente a la carretera y con la consecuente pérdida de la extremidad.

Afortunadamente las ocho horas transcurrieron. Largas, exasperantes, sudorosas, incómodas y ciertamente dolorosas pero lo logramos. En Pai prácticamente sólo hay algunos hostales, un bar de hippies y un 7-eleven. Al día siguiente me levanté temprano para llegar al campo de refugiados de Phangmaphea. Previamente había contactado al dueño de un negocio de motocicletas que prometió llevarme a una comunidad china llamada Mae Paeng donde debería buscar a un tal Mr. Jang que habría de llevarme a su vez al campod e refugiados a unos 80 km al norte. El monzón se hizo presente desde la noche, así que cuando llegué con el de las motocicletas me dijo que no podría llevarme, que el camino estaba demasiado lodoso, que esperara o caminara los 10 km que separan a Pai de Mo Paeng. Busqué otras opciones son el mismo resultado, o caminaba o caminaba. Diez kilómetros no son demasiado, hay lodo, cierto, pero seguramente podría lograrlo en una hora, pensé. Nunca me había equivocado tan profundamente en cuestiones geográficas. Los diez kilómetros me tomaron cuatro horas de caminata entre la lluvia, el fango, cientos de ranitas y sapos que invadieron el camino y los dedos de los pies con el aspecto de haber visitado un tratamiento de barro en un spa. Eran las 12:30 del día cuando llegué Mo Paeng, aún llovía y como pude pregunté por Mr. Jang. Su casa era la más alta en el cerro de la comunidad, pero ya estaba cerca y una subida más no representaba ningún reto. Toqué la puerta de su casa que afortunadamente tenía un letrero de FAO (Agencia de Naciones Unidas para la Agricultura) y después de media hora salió una mujer para explicarme que Mr. Jang estaba en la cercana comunidad de Mae Hong Son, que probablemente aceptaría llevarme a pesar de la lluvia pero para llegar habría que caminar 15 kilómetros más porque el camino estaba literalmente “intransitable”. En ese momento me di cuenta que no llegaría al campo de refugiados ni a ningún otro lugar. Supongo que la mujer vio un poco la desolación con que le dije “¿15 kilómetros más?” porque amablemente se ofreció a regresarme a Pai por la tarde si escampaba, necesitaba llevar a sus hijo al doctor y no me cobraría el transporte. Le tomé la palabra por sentido común y horas después recorrí de regreso aquel lodazal a bordo de una 4x4 que apenas pudo superar los caminos imposibles del monzón. Nos tomó cuarenta minutos. Regresé empapado y exhausto. Al día siguiente debía estar en Bangkok, esta vez la experiencia se impuso, regresé a Chiang Mai en una Van Express y en vez de un tren tomé nuevamente el riesgo de volar en los viejísimos aviones de las líneas aéreas tailandesas de bajo costo.