Sunday, April 26, 2009

Las guerras de la radio

En una oficina no hay objeto más codiciado y causante de conflictos que el radio, o el control del radio. Su dueño o dueña tienen el poder absoluto para decidir qué se escuchará y pocas veces la democracia se impone a la tiranía radial. En mi trabajo sucede lo mismo, mi compañera Bonnie, de Taiwan-Canadá, posee el control de dicho aparato y ejerce su poder como lo haría cualquier dictador, es decir, sólo las estaciones que le gustan, o que aprueba. El problema es que su gusto se reduce a una estación, BBC radio 2, que está enfocada a adultos alrededor de los 30 con música pop que en teoría debe levantar el ánimo y poner un ambiente de buena vibra en el lugar de trabajo. La primer semana, quizá el primer mes, ni siquiera noté la música de fondo, el tiempo se me iba en entender mi trabajo y el acento de los demás. Pero poco a poco me empecé a dar cuenta que Bonnie me estaba exponiendo a altísimas dosis de pop maligno, por lo que me perseguían canciones como ‘Like a prayer’ de Madonna, o ‘Mamma mia’ de Abba, ‘Never gonna dance again’ de George Michael, que se metían en mi cabeza y se repetían una y otra vez, y me llenaban de zozobra pues a la siguiente mañana me sentía ansioso hasta que las escuchaba nuevamente para que el ciclo comenzara de nuevo. Me pasaba por semanas, me atormentaba una canción de Celine Dion y después me atacaba Cyndi Lauper, me recuperaba de Candle in the Wind y ya estaba Dancing Queen infectando mis neuronas. Viví hace un tiempo hasta que noté que mi celular tiene una función de iPod, así que bajé música desintoxicante y empecé a ponerme un audífono en el momento en que Bonnie sintonizaba su pop maléfico. Pronto descubrí que el celular también tiene radio así que empecé a escuchar estaciones más decentes, Radio1, Xfm o Choice, así, poco a poco, el virus del pop desapareció.

Hace un par de meses mi jefe tomó medidas similares, instaló el iPod y se olvidó del mundo externo. Después, mi otra compañera Juliet empezó a conectar los audífonos de su celular y así hasta que un día noté que sólo dos personas escuchaban el radio y los 6 restantes nos aislábamos con un iPod o un celular. Le pregunté a Juliet que oía y me dijo, Mix, le pregunté a Antony y respondió lo mismo, nuestra becaria escuchaba Mix, no fue coincidencia que el radio de mi celular tuviera la misma estación mientras la dueña del radio subía el volumen para hacer oídos sordos a nuestra personal y casi silenciosa rebelión radiofónica.

Wednesday, April 15, 2009

La maldita primavera...

Ha llegado el tiempo en que de nuevo vemos el sol, el clima mejora y al verde de esta isla le brotan todos los colores que una flor pueda tener. En los jardines, en las paredes, casi hasta en la basura nacen flores, y todos estornudamos con el polen y tenemos que tomar pastillas contra su hayfever, pero las pereferimos por siempre porque marcan el final del invierno.






Friday, April 10, 2009

Viernes Santo

Esta tarde de lluvia y nubes me hace recordar otros, muy lejanos viernes santos. Desde mi ventana Londres luce vacía y silenciosa, como si todos sus ejecutivos y sus inmigrantes y sus locos se hubieran ido o hubieran tomado un descanso a su frenética normalidad. De pronto cesa la lluvia y vuelvo a escuchar ese silencio insoportable, esa tranquilidad de luto que marcaba mis viernes santos. Esa fecha era para mí un oasis entre el misterio y la fiesta. La ceremonia comenzaba desde el jueves por la noche. Al caer la tarde la oscuridad se llenaba de velas, de aroma de flores, de imágenes cubiertas con trapos púrpura. Salíamos a la visita de las siete casas, siete destinos como siete velorios, siete iglesias en riguroso silencio, con la curiosa diferencia que a la entrada habían viejitas que regalaban panes sin sal o crucecitas de palma a cambio de unas monedas. Ahora recuerdo esos viernes como un larguísimo recorrido, no de siete, sino de cientos de iglesias, todas a medio alumbrar, todas pobladas por voces que sonaban a velorio, todas con santos terroríficos cubiertos con sagradas mantas púrpura de duelo. Recuerdo en especial las iglesias en los pueblitos cercanos a Texcoco, sus mujeres cubiertas con velos, susurrando oraciones de luto que me asustaban y me hacían pensar en mariposas negras, para ahuyentarlas me quedaba sentado sin moverme junto a mi mamá o mis abuelos, seguramente la inmovilidad me haría invisible en ese silencio. Esas noches me oprimían el pecho, como si la noche respirara el presentimiento de un acontecimiento terrible, y me iba a dormir con sentimiento de terror y fascinación al imaginar qué estaría sucediendo dentro de las iglesias a la media noche.

Una noche de jueves santo me desperté y desde la oscuridad escuché la lluvia y el impulso de salir al balcón, de mirar el aguacero cayendo sobre la calle vacías, de escuchar la música del agua y mirar por horas, hipnotizado, el ritmo de la lluvia y su contraste con el alumbrado de la ciudad. Salí en silencio, afuera la calle lucía como en mis sueños, más sola quizá, encharcada y fascinante. Entonces la vi, caminando a media calle, cubierta con el velo de mariposa negra y avanzando con la lentitud que permitía la fragilidad de sus huesos. Me paralizó el miedo, traté de no moverme, de no respirar, de escurrirme lentamente a la casa de nuevo, pero me vio, me miró con la mirada más triste y desolada que he visto jamás, me clavó esa mirada de noche profunda, de lago oscuro, se detuvo en mí un instante en el que no cabían parpadeos y siguió su camino, como si el segundero de un reloj le indicara los pasos de su muerte. Ahora creo que lo soñé, pero esa visión secreta fue a la vez íntima y perturbadora, me asustaba recordarla y me llenaba de placer ser el portador de semejante misterio.

El viernes en cambio era un día de fiesta. A pesar de las prohibiciones para ver la televisión o escuchar el radio, el viernes santo llegaba buena parte de la familia. Ante la prohibición sobre la carne roja comíamos romeritos, chiles rellenos, bacalao, aguacates con atún, pescado y todas las delicias con que se hace la penitencia de cuaresma. Conforme el día avanzaba comenzaban los cohetes, y otra vez los rezos y los cantos, la procesiones de arrepentidos que arrastraban los pies y soportaban el furioso calor de la cuaresma. Y poco a poco la fiesta se tornaba gris y el aire se llenaba de humedad y olor a tierra mojada. A las tres de la tarde, nos llamaban a rezar, un credo y otro tanto de padresnuestros y avesmarías. A las tres de la tarde murió Jesús, me dijo mi abuelita, y no me sorprendió que a esa hora se notaran más negras, más sombrías y silenciosas todas las cosas del mundo; yo suponía que de alguna manera era la tristeza de Dios.

A veces llovía. A veces sólo me quedaba la imagen del cerro de La Purificación y su cruz de piedra en la cima. El viernes se terminaba y con él ese misterio que sólo sucedía en esa fecha del año, hasta que un año se acabó, y no hubo más misterio ni rezos, ni oscuridad a las 3 de la tarde, ni panes sin sal ni señoras que se aparecían en las pesadillas. Sería quizá porque mis abuelos ya no estaban, o porque el mundo cambia o porque uno mismo se vuelve otro y otro. Pero hoy, que es viernes santo y miré las tres de la tarde de Londres y pensé en ese tiempo cuando la misma hora me llenaba de todas esas visiones que hoy se ven tan lejanas.