Desde hace muchos años el día de los muertos fue la fecha que más me gustaba del año. La fascinación por ese día se inició quizá en un remoto noviembre de mi niñez cuando por primera vez vi a mi abuela regresar del mercado con calaveras de azúcar, pan de muerto, flores, fruta, veladoras y todos los elementos del ritual dedicado a esos parientes que sólo había conocido en las amarillentas fotos del pasado. Una sentencia completó el misticismo que rodeaba a esa mesa llena de comida y calaveras: si tomas algo tienes que rezar un padrenuestro para pedir permiso, porque esta comida es para los difuntos. Recuerdo aún con nitidez el aroma y la luz sobrenatural que envolvía a la ofrenda por las noches, la luz naranja de las veladoras creando un espejismo de reflejos sobre la pared y yo, agazapado junto a un sillón, intrigado por saber si de la oscuridad aparecería algún alma. Me gustaba pensar que los difuntos estaban allí y que eran mis ojos los incapaces de verlos, a ellos que habían hecho la travesía desde la muerte. Ni la navidad, ni los regalos, ni las vacaciones, ni mi cumpleaños me inspiraban tanta devoción, ni esperé otro día con tan secreto fervor. Alguna vez le pregunté mi abuelo si creía realmente en que alguien nos visitaba ese día. Su respuesta ambigua y sabia llenó todas mis expectativas: no lo sé, pero si regreso y no hay comida esperándome y unas velas me voy a poner muy triste. Y así llegó el día en que mis abuelos dejaron de poner la tan esperada ofrenda, esta vez ellos eran los que visitarían la casa en el amanecer de noviembre. Desde entonces fui yo el encargado de la ofrenda, no quería ni pensar en los regaños que me daría desde el más allá mi abuelo si no recibiera como se debe a tan lejanos visitantes.La fiesta de la muerte había marcado días memorables en mi vida, tal vez por eso cuando aquel día también significó un final inesperado, me sorprendí reclamándole al destino por lo injusto de mi suerte. Pero era al fin y al cabo la muerte, como la pintamos, alegre y traicionera, riéndose de la vida, terminando con plazos y esperanzas, descomponiendo planes y dejando futuros desahuciados. Porque las promesas, como los vivos, también mueren, y para los que nos quedamos sin ellas no queda sino dedicar una sonrisa al recuerdo de los buenos días y dejar que la luz de una veladora ilumine la memoria de lo que no será más.






