Monday, November 19, 2007

Office cultural shocks

Es cierto que desde nuestra cálida sociedad latinoamericana solemos juzgar a los europeos como personas “frías” debido en su mayor parte al carácter individualista de sus sociedades, en comparación con nuestras comunitarias raíces, sin embargo desde que llegué aquí había tenido la idea que nuestros prejuicios eran hasta cierto punto exagerados. La mayoría de mis amigos ingleses ciertamente restringen sus expresiones afectivas, pero aún así logré descubrir en ellos las mismas pasiones humanas que nos mueven al otro lado del mar: el amor, la amistad, los lazos familiares, el ánimo de fiesta…

En el nuevo trabajo de oficina mis tres compañeros, Christine, Steven y Gordon, han sido amables, colaboradores y hasta cierto punto, amistosos. A pesar de sus evidentes limitaciones para el proceso de socialización, repiten rituales oficinescos como ofrecer café a todos siempre que van a la cocinita, o llegar a atrevimientos como preguntar si uno tuvo un buen fin de semana. Sin embargo algo no concordaba en ese ambiente de relativa fraternidad de equipo. Desde el primer día noté que de las 80 personas que trabajamos en el piso que maneja la distribución de Cadbury, nadie, de verdad, nadie se saluda con un semejante que habite a más de tres escritorios, es decir, uno conoce a sus compañeros obligados, pero más allá todo es tiniebla. Y es que ciertamente los rituales a los que estaba acostumbrado, como el saludo a todos en la mañana o la comida compartida aquí simplemente no existen. Por las mañanas cada quién a su escritorio y su computadora, a la hora del lunch la gran mayoría saca metódicamente un sándwich o molde de ensalada y lo engulle en el más aislado de los silencios. Algunos leen las noticias, otros simplemente mastican mecánicamente y una vez que han terminado vuelven al teclado o al teléfono. Incluso en el comedor, que está dedicado principalmente al personal operativo (los verdaderos oompa loompas), es demasiado común ver a una persona por mesa, comiendo sin compartir siquiera un suspiro. Quizá la falta de socialización sea directamente proporcional a la eficiencia: a las cuatro de la tarde todo el mundo sale en desbandada, nada que ver con las agónicas horas nocturnas en las oficinas mexicanas. Aún así, sigue sin convencerme el estilo y sí, vivo una especie de shock cultural oficinesco, porque finalmente en mi breve historia laboral he hecho grandes amigos y conocido gente cuyo simple recuerdo me evoca una sonrisa. Mi mamá, por ejemplo, sigue reuniéndose con sus amigas de Coca-cola, bastantes años después de haber dejado esa empresa. Esa eficiencia que sacrifica la delicia de la convivencia –así sea en un oficina- será uno de los hábitos quizá positivos que dejaré de lado. Cada mañana saludo a cuanto oficinista se atraviesa en mi camino, aunque tenga que pasar un buen tiempo deletreándole mi nombre, o en caso desesperado mostrando mi credencial para cuando los vea un día después, si no un saludo, esbocen al menos un intento de sonrisa.

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