Una noche de jueves santo me desperté y desde la oscuridad escuché la lluvia y el impulso de salir al balcón, de mirar el aguacero cayendo sobre la calle vacías, de escuchar la música del agua y mirar por horas, hipnotizado, el ritmo de la lluvia y su contraste con el alumbrado de la ciudad. Salí en silencio, afuera la calle lucía como en mis sueños, más sola quizá, encharcada y fascinante. Entonces la vi, caminando a media calle, cubierta con el velo de mariposa negra y avanzando con la lentitud que permitía la fragilidad de sus huesos. Me paralizó el miedo, traté de no moverme, de no respirar, de escurrirme lentamente a la casa de nuevo, pero me vio, me miró con la mirada más triste y desolada que he visto jamás, me clavó esa mirada de noche profunda, de lago oscuro, se detuvo en mí un instante en el que no cabían parpadeos y siguió su camino, como si el segundero de un reloj le indicara los pasos de su muerte. Ahora creo que lo soñé, pero esa visión secreta fue a la vez íntima y perturbadora, me asustaba recordarla y me llenaba de placer ser el portador de semejante misterio.
El viernes en cambio era un día de fiesta. A pesar de las prohibiciones para ver la televisión o escuchar el radio, el viernes santo llegaba buena parte de la familia. Ante la prohibición sobre la carne roja comíamos romeritos, chiles rellenos, bacalao, aguacates con atún, pescado y todas las delicias con que se hace la penitencia de cuaresma. Conforme el día avanzaba comenzaban los cohetes, y otra vez los rezos y los cantos, la procesiones de arrepentidos que arrastraban los pies y soportaban el furioso calor de la cuaresma. Y poco a poco la fiesta se tornaba gris y el aire se llenaba de humedad y olor a tierra mojada. A las tres de la tarde, nos llamaban a rezar, un credo y otro tanto de padresnuestros y avesmarías. A las tres de la tarde murió Jesús, me dijo mi abuelita, y no me sorprendió que a esa hora se notaran más negras, más sombrías y silenciosas todas las cosas del mundo; yo suponía que de alguna manera era la tristeza de Dios.
A veces llovía. A veces sólo me quedaba la imagen del cerro de La Purificación y su cruz de piedra en la cima. El viernes se terminaba y con él ese misterio que sólo sucedía en esa fecha del año, hasta que un año se acabó, y no hubo más misterio ni rezos, ni oscuridad a las 3 de la tarde, ni panes sin sal ni señoras que se aparecían en las pesadillas. Sería quizá porque mis abuelos ya no estaban, o porque el mundo cambia o porque uno mismo se vuelve otro y otro. Pero hoy, que es viernes santo y miré las tres de la tarde de Londres y pensé en ese tiempo cuando la misma hora me llenaba de todas esas visiones que hoy se ven tan lejanas.

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