Monday, December 04, 2006

Casablanca personal

En el final de Casablanca, Humprey Bogart despide a una llorosa Ingrid Bergman entre la bruma de un aeropuerto en el norte de África hacia la libertad de la Lisboa no ocupada por los nazis. La escena, una de las más conmovedoras-emocionantes-dramáticas según mi historia personal del cine, se ha repetido conmigo como protagonista, en sentido contrario y con todas las adaptaciones e interpretaciones íntimas que se puedan sospechar. Finalmente, ¿Qué importa? Alguna vez leí que todos somos los protagonistas de la película de nuestra vida y así lo interpreté. Fue este jueves, fue en el Heathrow airport, eran las dos veintisiete de la tarde; la tribu multicultural de Londres se agolpaba en la sala de llegadas cuatro y en vez de despedidas yo esperaba un avión que diez horas antes partió de México. En esta vida, quizá al igual que en el cine, existen escenas que automáticamente pasan a formar parte de nuestra memoria, hay momentos que escriben nuestras historias y las cambian para siempre. Creí firmemente cuando Milan Kundera afirmó que la memoria no guarda videos, guarda fotografías; ahora sé que la memoria también se hace de esas fotografías en movimiento que dan existencia al cine. La consciencia de estar a punto de vivir algo así me hermanó con los desconocidos que al lado mío esperaban también aviones desde Río de Janeiro, Beijing y Rabat; sin saberlo, ellos también eran parte de la historia y quizá alguno, en una de sus memorias me recuerde a su lado, en la interminable espera.

Las circunstancias aparentaron no tener relación con Casablanca, pero secretamente configuraron hechos para que el ambiente fuera el mismo; tan sólo cambiaron algunas fechas, nombres y mínimas acciones, lo emocionante de un encuentro quizá puede ser similar al de una despedida. Atrás quedaron los días de la ausencia, atrás los minutos de angustia y duda, atrás la tristeza de un adiós. A las dos veintisiete de esa tarde miré el reloj y apareció Daniela, después de haber cruzado un mar para encontrarnos y un laberinto que sólo pudimos descifrar doce años después de habernos conocido, en los remotos tiempos de la secundaria. La escena puede parecer demasiado conocida, pero fue única y de absoluta belleza. Tengo la certeza que antes de morir, recordaré el momento en que me encontró y la cámara del tiempo comenzó a filmar y a sentir los latidos desbocados del corazón y las palabras que sólo nosotros recordaremos y un abrazo con la fuerza de todos los abrazos postergados y un beso que durante tantos días fue sólo una promesa. Allí estábamos, protagonistas del primer plano de la película de nuestras vidas, rodando una toma que implicará un momento eterno.

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