Wednesday, July 01, 2009

Cheese rolling

Me pregunto en qué momento comenzó la obsesión humana por competir contra otros semejantes por demostrar una superior habilidad física. Siempre que veo en la televisión un espectáculo de competencia, desde el grotesco fisicoculturismo hasta el aburridísimo cricket, me imagino que en el fondo somos simplemente víctimas del instinto animal de demostrar algún tipo de superioridad previo al apareamiento, aunque claro, mi teoría cae por los suelos al pensar en el dominio sexual de un luchador de zumo de 180 kilos.
Pero este post no tiene nada que ver con competencias organizadas sino más bien con la sinrazón de la competencia y con Gloucester, que es un pueblo al oeste de Inglaterra, al norte de Bristol, cerca de la frontera con Gales. Llegamos allí por invitación al cumpleaños de mi amiga Tracy un sábado que profetizaba buen sol y que en efecto fue lovely o encantador, como tanto se dice por estas tierras. Pero el propósito principal del viaje era, aparte de festejar, ver directamente la masacre de una carrera anual que se celebra desde tiempo de los romanos en una colina en las afueras de Gloucester, que también es el nombre de un queso que se encuentra en cualquier supermercado inglés.
El cheese rolling, o “queso rodante” consiste simplemente en que una bola de queso Gloucester es arrojada por un anciano venerable desde la punta de una colina y un ejército de ingleses salvajes lo persigue cuesta abajo con el riesgo de romperse cualquier parte sólida del cuerpo en el trayecto. Obviamente el ganador es el que consigue quedarse con el queso, aún cuando no conserve la integridad física. Al principio pensé que sólo asistiríamos unos cuantos morbosos del folklor inglés, pero la mañana del lunes en que llegamos al lugar de la carrera, entendí que era un evento que traspasaba las fronteras inglesas y se extendía al mundo anglosajón, banderas de Canadá, Estados Unidos y Australia podían verse entre los asistentes. El mejor punto para observar la carrera es por supuesto, la cima, así que emprendimos la subida, que resultó ser larga, lodosa y con algunos asistentes que tenían que detenerse para vomitar los esfuerzos que les ha robado la vida sedentaria. Una vez en lo alto comprendí la magnitud de este deporte, no habían veinte, sino cientos de participantes que esperaban formados pacientemente su turno; vi gente disfrazada, de banana, con tanga de borat, envueltos en plástico con bolitas inflables, al estilo militar o de civiles, todos con la ilusión de llevarse a casa esa noche una bola de queso. El segundo y más importante detalle es que la colina no es simplemente un terreno inclinado, sino verdaderamente una pared de pasto, casi vertical y con una altura de cuatro pisos, por lo que entendí que jamás en la vida me lanzaría desde la cima ni aunque tuviera que perseguir la salvación de mi alma convertida en 600 gramos de queso.
Desafortunadamente otros miles de visitantes tuvieron la misma idea que nosotros, pero llegaron más temprano y encontrar lugar resultó casi tan complicado como la persecución de los quesos. El terreno es prácticamente vertical y uno tiene que mantener el equilibrio, plantarse firme en el lodo y soportar la postura más incómoda que cualquier deporte ha ofrecido a sus espectadores jamás. Total, para el momento de la primera carrera estaba detrás de una docena de mirones y apenas pude distinguir, parado de puntas sobre terreno resbaloso, la caída de los primeros valientes que salieron en caída libre detrás del preciado trofeo. Pasaron tres, cinco, siete carreras y por fin logré ubicar a Daniela que había conseguido un lugar privilegiado en la mitad de la colina, a un lado de la valla que separas a los suicidas de los curiosos. Entonces pude entender el salvajismo de este deporte. Todo es demasiado tan rápido como su falta de sentido, el anciano venerable levanta un bastón y arroja el queso colina abajo, acto seguido los corredores se lanzan como desde la azotea de un edificio, rodando, dando maromas, tumbos, sentones, caídas de cabeza o de pie mientras el queso rueda cómodamente colina abajo. Al llegar al final hay un grupo de individuos que detienen con violencia innecesaria la inercia de los cuerpos en su rodar hacia la gloria de los lácteos. La competencia se demora innumerables veces pues muchos participantes terminan con algún hueso roto, es cuando entran acción los paramédicos, que se toman todo el tiempo necesario en tratar de revivir al desafortunado y si el caso es grave lo montan en la camilla y se lo llevan. La obsesión inglesa por la seguridad obliga a que la carrera se detenga hasta que llegue otra ambulancia a reemplazar a la que ha salido al hospital local. Cuando estábamos en una de esas pausas apareció junto a mí uno de los primeros ganadores, con orgullo levantaba en los brazos ensangrentados el valiosísimo queso. Yo en su lugar lo guardaría en un congelamiento eterno y sólo lo mostraría en los eventos familiares con la prohibición absoluta de rebanarlo a cuchillo. La parte aburrida del evento es la carrera inversa, cuesta arriba, que finalmente abre una opción para los cobardes de la adrenalina extrema. También es interesante que la mayoría de los que se lanzan son hombres, pero hay carreras de mujeres y el desenlace en alguna sala de urgencias es prácticamente igual. Estábamos cerca del final cuando hubo otra pausa de paramédicos, ahora por un motivo más bien humillante, uno de los asistentes se subió a la seguridad de un árbol para ver la carrera y en algún momento cayó al vacío por lo que tuvieron que bajarlo en camilla por la misma colina que casi le cuesta la vida a cientos más. Como es de esperar, aparte de la humillación de salir lastimado sin haber puesto un pie en la colina del destino el tipo fue abucheado sin piedad.
Para las últimas carreras no hubo más premio. Los quesos, como todo en este mundo se terminaron y ahora los concursantes corrían solo contra sus miedos o persiguiendo la gloria de una futura anécdota en la que narrarían su aventura. Esto hizo más simple y rápido el asunto, el anciano daba un grito, alzaba el bastón y los sujetos rodaban a toda velocidad cuesta abajo hasta que una tacleada implacable los detenía. Eran casi las dos de la tarde y amenazaba con llover, cuando emprendimos el largo camino cuesta abajo aún quedaban unos cincuenta esperando su encuentro con el abismo. Incluso había algunos más o menos lastimados que se notaba habían saltado al principio. Ellos correrían detrás de sus egos o buscando eso que nos lleva a competir en los más absurdos juegos para demostrarle algo aún más incomprensible a los de nuestra sangre. Yo opté por la seguridad y salvo el peligro de un resbalón casi al llegar al auto sólo me arriesgué esa tarde al otro placer tan absurdo y tan válido como el del cheese rolling: mirar la carrera del sol, sentado en el jardín de mi amiga Tracy con una copa de vino en mano.











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