Sunday, November 07, 2010

Bicicletas de la memoria

Llegué a Ámsterdam por primera vez una madrugada de invierno en un autobús que cruzó como un fantasma en medio de la niebla desde París. Dicen que no hay segundas impresiones así que me quedé por siempre con la misma imagen, una ciudad oscura, con trenes de siniestro color amarillo que se detenían en estaciones vacías tristísimas. Quizá fue el invierno, quizá mi circunstancia personal que no era ideal, pero Amsterdam me pareció un lúgubre con todo y sus bares con mariguana, su distrito rojo y su mentalidad ultraliberal. Quiso el azar que me reencontrara con esta ciudad hoy por la mañana, en una ominosa escala de 7 horas antes de seguir hacia Kuala Lumpur, Malasia. Cansado por el vuelo y el terror de las turbulencias que no me permitieron una hora completa de sueño, me sentí tentado a quedarme en el aeropuerto Schiphol y matar ese tiempo dormido en sus banquitas incómodas. Afortunadamente el sereno entusiasmo de mi compañero Luis me animó a buscar el tren que nos llevara a la estación Central. Tan pronto dejé el tren, me reencontré con el pasillo donde años antes nos perdimos por la necesidad del hermano Juan de no pedir ayuda a nadie ante una circunstancia confusa, saliendo, nos esperaba un Amsterdam vivo e iluminado, con destellos de un hermoso azul que se asomaba entre los espesos nubarrones del norte. Entonces inició mi reconciliación con esta ciudad, a pie, como debe recorrerse cualquier sitio, caminamos por el centro por espacio de tres o cuatro horas. No me sorprendieron las bicicletas, simplemente me gustaron más. En mi última visita aún no era ciclista, ahora, poco me faltó para haber rentado una bicicleta recorrer como pudiera el tráfico de locos en que se mezclan los rines, las carreolas y los peatones. Los canales con luz también son otro mundo, alegre, aún con los colores que el invierno no ha borrado y con la energía de gente que sale de su casa a comprar o comer grandes cucuruchos de papas a la fritas con mayonesa y cátsup. Casi al final, enfilamos al barrio rojo. Según mis lecturas, éste había sido abolido y borrado de la memoria de Ámsterdam. Mis fuentes aseguraban que la ciudad los había prohibido y que el famoso barrio rojo se convertiría en una ampliación de los pasajes comerciales, las vitrinas en vez de prostitutas ahora albergarían maniquís con objetos carísimos e innecesarios. Según yo, era una decisión de mercado más que de moral. Estaba equivocado. El barrio rojo seguía allí y más poblado que en la triste navidad que lo vi medio vacío, como un decadente zoológico de animales en proceso de suicidio. Esta vez las vitrinas estaban llenas de mujeres que detrás de sus cristales se exhibían casi desnudas, como hermosos fantasmas, como esculturas en el museo de cera del deseo, separadas del mundo terrenal por los 50 o 60 euros que son la diferencia entre la carne y el morbo que se limita a observar desde la calle. Las calles del barrio rojo terminaron, de nuevo estábamos en la vía para Ámsterdam Central, recorrí los últimos pasos hasta el tren con la satisfacción de haber dado esa caminata y reencontrarme con una ciudad condenada por mi pasado. Esta vez la memoria fue rebasada en silencio, casi invisible, como una de tantas bicicletas en Holanda.

2 comments:

Chica Bloguera said...

Me encanta tu blog. Qué bueno que te animaste a actualizarlo de nuevo. Siempre me ha parecido que describes de forma muy poética hechos cotidianos en las ciudades extranjeras, que hasta parece que nos transportas a esos lugares a través de tus palabras. :)

Yo said...

Gracias Chica Bloguera, espero seguir escribiendo, te leeré.