Monday, February 05, 2007

Los solitarios de Madrid

En el fragor de la fiesta, en pleno año nuevo, permanecían silenciosos, casi invisibles. Nos dimos cuenta que estaban allí unas noches antes, pero su presencia era mínima, se concentraban en esquinas alejadas, mirando a los turistas, a los españoles que gritaban sus borracheras, a los policías que nunca les concedieron un gesto de confianza. La noche del treinta de diciembre, mientras caminábamos por un callejón en el barrio de los escritores, escuchamos los gritos de una mujer, algo así como un desesperado “llama a la policía!” y de pronto una silueta que echó a correr y pasó a nuestro lado hasta perderse entre las calles del centro, rumbo a la Puerta del Sol. Definitivamente era uno de ellos, los olvidados, los ignorados de Madrid.

La noche del año nuevo los volvimos a encontrar. Esta vez eran numerosos, siempre solitarios, vestidos para la ocasión: algunos de traje, otros con camisa de vestir y los zapatos nuevos más baratos que encontraron en alguna de las plazas del mercado negro. Venían a la fiesta. Buscaban algo, en sus gestos hoscos, en el resentimiento de sus ojos que escondían el sufrimiento tras miradas insondables, buscaban. Caminaban entre la gente, se detenían, observaban. Eran ellos: migrantes africanos, hombres casi todos, todos jóvenes, entre los 18 y los 30 años. Provenientes de todos los rincones del continente de la pobreza. Apartados, excluidos de una noche a la que sólo ellos no habían sido invitados.

Los encontramos a lo largo de la calle Cervantes, en la Cruz, en la Plaza Benavente. Como máximo formaban grupos de tres, la mayoría estaban solos. Aferrados a su ropa nueva y a sus teléfonos celulares. Esperaban, contaban el transcurrir del tiempo, medían la hora y el año que los alcanzaba en esa lejanía que se negaba a recibirlos. Sonaron las campanadas y bebimos tinto y comimos uvas. Vimos los fuegos iluminar la Puerta del Sol abarrotada, nos tomamos fotos, recorrimos nuevamente los caminos de la movida madrileña y ellos sólo miraban.

El año nuevo comenzó y no recibieron un abrazo. A pesar de sus mejores ropas y de su valor para salir a esa noche que renueva por algunas horas la fe en el futuro. España y su gente se negaron y se siguen negando a incluirlos. Se retiraron en el mismo silencio; listos para volver a las miradas resentidas, a escuchar el “moro de mierda”, al desprecio de la indiferencia.

Al siguiente día volvimos a encontrarlos. En los vagones del metro, en los transportes públicos; en su soledad urbana, en su lejanía, en su posible nostalgia por una palabra, un hogar, un continente. África. Dejamos Madrid y los dejamos en su ciudad, en su silencio, en su nuevo año que solamente les prometía un alto precio por el derecho a la esperanza.


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