La noche del año nuevo los volvimos a encontrar. Esta vez eran numerosos, siempre solitarios, vestidos para la ocasión: algunos de traje, otros con camisa de vestir y los zapatos nuevos más baratos que encontraron en alguna de las plazas del mercado negro. Venían a la fiesta. Buscaban algo, en sus gestos hoscos, en el resentimiento de sus ojos que escondían el sufrimiento tras miradas insondables, buscaban. Caminaban entre la gente, se detenían, observaban. Eran ellos: migrantes africanos, hombres casi todos, todos jóvenes, entre los 18 y los 30 años. Provenientes de todos los rincones del continente de la pobreza. Apartados, excluidos de una noche a la que sólo ellos no habían sido invitados.
Los encontramos a lo largo de la calle Cervantes, en la Cruz, en la Plaza Benavente. Como máximo formaban grupos de tres, la mayoría estaban solos. Aferrados a su ropa nueva y a sus teléfonos celulares. Esperaban, contaban el transcurrir del tiempo, medían la hora y el año que los alcanzaba en esa lejanía que se negaba a recibirlos. Sonaron las campanadas y bebimos tinto y comimos uvas. Vimos los fuegos iluminar la Puerta del Sol abarrotada, nos tomamos fotos, recorrimos nuevamente los caminos de la movida madrileña y ellos sólo miraban.
El año nuevo comenzó y no recibieron un abrazo. A pesar de sus mejores ropas y de su valor para salir a esa noche que renueva por algunas horas la fe en el futuro. España y su gente se negaron y se siguen negando a incluirlos. Se retiraron en el mismo silencio; listos para volver a las miradas resentidas, a escuchar el “moro de mierda”, al desprecio de la indiferencia.
Al siguiente día volvimos a encontrarlos. En los vagones del metro, en los transportes públicos; en su soledad urbana, en su lejanía, en su posible nostalgia por una palabra, un hogar, un continente. África. Dejamos Madrid y los dejamos en su ciudad, en su silencio, en su nuevo año que solamente les prometía un alto precio por el derecho a la esperanza.


No comments:
Post a Comment