Thursday, October 26, 2006

En respuesta a las críticas por la banalidad de mi blog: una crónica

I. Con los hooligans, en autobús.

Que varios viejitos bajaran en tropel desde el segundo piso del doubledecker tomando por asalto los asientos de la “planta baja” no me pareció extraño. Era noche, el autobús llevaba –como siempre– casi quince minutos de retraso y quería llegar lo antes posible a New Street, en el centro de la ciudad. Subí con tranquilidad de turista, guardando el ticket de 1.20 libras en la cartera y venía pensando en la lluvia cuando me encontré de pronto, en Sodoma y Gomorra. Latas de cerveza, basura, servilletas, envoltorios de pizza y una docena de teenagers ingleses ebrios me dejaron comprender el terror de los viejitos. Todos bebían, fumaban y charlaban con la naturalidad del hooligan en la anarquía; sin embargo, algo se trastornó en el ambiente con mi llegada, porque de pronto la fiesta se volvió silencio y por un instante todas las miradas se posaron sobre mí con claras sombras de amenaza o burla. Pensé en huir, en saltar por las escaleras y disimular la cobardía en el refugio de la senectud. Incluso podría abandonar el autobús y esperar veinte minutos a otro, más seguro. Afortunadamente evalué la vergüenza de la retirada y me senté en el primer asiento de la fila izquierda, recargado en el cristal, observando el parabrisas superior absolutamente empañado y mirando de reojo hacia atrás donde seguramente se estaba fraguando mi destrucción. ¿Cuántos minutos pasaron? ¿Diez? ¿Cuatro? Lo ignoro, el miedo tiene la compleja propiedad de detener el tiempo. Quizá pasó un minuto, porque la fiesta siguió y mi presencia dejó de ser pretexto para la hostilidad. Eran unos quince, la mayoría mujeres. El exceso de pintura y lo diminuto de su ropa delataba su edad, no tendrían más de 16 años pero ingerían cerveza y disputaban los cigarros con el afán autodestructivo de los demás hooligans. Me tranquilizó ver pasar la estación de bomberos, el Midlands Art Centre, el Country Cricket Club. Finalmente me imaginé un poco cómplice de su juventud, de su ánimo vandálico, de su adolescencia censurada y, por el trayecto de una cuadra, dejé de ser el pasajero más solitario en el segundo piso de aquel autobús.


II. La ciudad de la furia (tal cual).

Desafortunadamente los idilios duran poco en esta tierra. El autobús alcanzaba el cruce con Belgrave Middleway, a unos minutos de mi destino cuando comenzó la guerra. Ahora sé que eran dos grupos, que tres de ellos se habían unido al festejo de segundo piso y que la amistad terminó con el efímero placer de una cerveza. No entendí cual fue la ofensa, de pronto, dos adolescentes comenzaron a discutir en el pasillo, se empujaron y el del grupo menor lanzó un puñetazo certero que hizo volar al hooligan enemigo hasta los asientos del fondo. Las mujeres empezaron a gritar, vociferaban y lanzaban latas vacías a sus enemigos que se retiraban al frente, precisamente a la zona donde minutos antes me sentí uno de ellos. Los esfuerzos por tranquilizar la furia del agresor fueron inútiles, se necesita un regimiento para controlar la borrachera de un adolescente que a sus 16 años mide dos metros y pesa 90 kilos. Regresó al fondo y comenzó a golpear al que ahora era su víctima cuando una mujercita, que cualquiera clasificaría como anoréxica le propinó un empujón que, combinado con un súbito frenazo, le hizo trastabillar, deslizarse por el pasillo y caer de nalgas, con toda la torpeza de su estrenada adolescencia, a un lado de mi asiento. Semejante humillación sólo puede generar carcajadas y nadie pudo contener la risa, yo incluido. El autobús seguía detenido, imaginé que pronto llegaría la policía, que el chofer había bajado a pedir ayuda. Estaba equivocado. Las peleas en Birmingham son tan comunes que el gobierno se limita a poner letreros por doquier amenazando con detener a todo aquel que tenga “antisocial behaviour”, comportamiento antisocial. Me hallaba peligrosamente cerca de una escena de comportamiento antisocial y el autobús continuaba su marcha como si arriba se entonaran canciones de navidad. El gigante me miró iracundo, intentó levantarse pero ya sus compañeros lo sujetaban, obligándolo a descender la escalera. You’re a fucking dead men, a fucking dead men vociferaba a su antigua víctima, a las teenagers y a mí, mientras sus amigos lo ayudaban a no descalabrarse con el borde de la escalera. Desaparecieron justo cuando pasábamos junto a torre del Mailbox. A unos metros, la estación de New Street me esperaba. Mientras me enfilaba a la escalera miré al respuesto grupo, a la antigua víctima que ahogaba los golpes en alcohol y a las jóvenes hooligans que regresaban a sus charlas como si sólo hubiéramos presenciado un debate en el salón de té. En la “planta baja” del doubledecker recibí las miradas de reproche de los que no se atrevían a buscar un asiento arriba ante el escándalo. Para ellos era un hooligan más que salía del autobús para caminar en la ciudad de la furia.

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