
Fue en ese punto que noté que mis compañeros hispanohablantes se desesperaban ante mi inutilidad para los idiomas. Daniela se reía nerviosa y Juan me pedía silencio cada vez que respondía al portugués amable en una jerga que mezclaba el italiano, el inglés y lo que yo suponía portugués. Afortunadamente su pena ajena no minó mis esfuerzos políglotas y seguí intentándolo hasta que pisamos tierras castellanas.
Después de una excelente cena buscamos algo de fiesta. Como únicamente confiamos en nuestra orientación, nos perdimos en el barrio más silencioso y solemne de Coimbra. Esa noche dejamos la guía en el cuarto y encontrar un bar nos llevó más de una hora de caminata inútil por barrios donde ni siquiera se escuchaba la melodía de un radio. Afortunadamente después de preguntarle a unos diez lugareños tomamos el rumbo correcto y llegamos a una calle llena de gente con cerveza en mano. Pasamos por tres lugares, un barecito de la sociedad de estudiantes, un lugar medio creativo baresco-restaurante y terminamos en un club ipitero (según Iván ipití viene del sonido que hace la música electrónica cuando los dj's caen en trances de repetición). Mis últimos recuerdos son brindis con completos desconocidos(as) y una salida forzada por problemas con la autoridad cuando el sol ya alumbraba fuerte. Serían las 7 de la mañana o más. Obviamente el cansancio nos forzó a dormir, quizá hasta el mediodía, cuando a rastras dejamos el cuarto y regresamos a crudear en el autobús, porque ahora salíamos rumbo a Lisboa.









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