Thursday, July 26, 2007

El rostro de la opresión


Un día después de dos encuentros incómodos con la policía tailandesa salgo con Htung Htung, trabajador social de GHRE a repartir información sobre los recursos legales en caso de un inmigrante sea detenido, pero sobre todo a recaudar datos sobre las acciones del gobierno contra los migrantes burmeses. Así que no me queda tiempo para pensar en los riesgos de una motoneta en la autopista Phuket-Krabi y salimos a recorrer todos los lugares escondidos al turismo y a la opinión pública de este lugar. Uno a uno penetramos en los cinturones de miseria que se ocultan tras las monumentales obras de los nuevos Resorts. Disimulados entre el verde de la maleza, detrás de bodegas, escondidos después de los tiraderos de las obras, encontramos grupos de casuchas de aluminio y tablas donde las familias de los trabajadores burmeses de la construcción viven en una clandestinidad indómita: sin agua, luz o cualquier servicio básico que podamos imaginar.

Cada vez que detenemos la moto salen diez o quince mujeres –es de mañana y los hombres estan trabajando- asi que Htun Htun empieza a preguntar en burmés y después me traduce entre señas y un inglés apenas descifrable las humillaciones a que están sometidos los que cometen el delito de migrar a Tailandia ilegalmente. Apuntamos cuántas mujeres, cuántos niños, hombres, personas enfermas. Preguntamos cuántas veces ha venido la policía, nos dicen que cada vez que alguien es detenido pierde aproximadamente dos semanas de sueldo (unos 20 dólares americanos). Nos enseñan sus fuentes de agua, sus botiquines de primeros auxilios, su angustia por tener un niño enfermo y no poder ir al hospital por el miedo a encontrar un policía, a ser requeridos de una identificación, de un documento que los acredite como mereedores de un servicio elemental. Así encontramos 7 barriadas, unas mil cincuenta personas tan sólo en una zona del tamaño de Polanco, y la situación continúa igual o peor al norte, donde el auge del turismo hace necesaria la mano de obra barata, explotable, atemorizable.

Ya casi en la noche, en la última barriada que visitamos nos avisan que un trabajador ha sido golpeado por no traer dinero suficiente para cubrir la “mordida” de su liberación. Así que regresamos por Bob, médico americano del American Jewish Service (Servicio Judío Norteamericano) y ahora me toca la odisea de manejar una camioneta que tiene el volante del lado derecho (como en Inglaterra) por los 10 kilómetros de autopista que nos separan de la oficina. Afortunadamente no es nada grave, una herida de 6cm en el pómulo derecho, tuvo suerte, un poco más arriba pondría en grave riesgo el ojo. Mientras los doctores atienden al aún tembloroso paciente sus sobrinos observan la curación y nuestra visita con la ávida curiosidad de todos los niños de diez años. Son niños todavía y ya saben del temor, de ser un clandestino, de su origen que los diferencia y los segrega, por culpa de su nacionalidad, de ser hijos de esos padres que trabajan 10 horas al día por la mitad de un sueldo regular tailandés no tendrán derecho a salir a la calle sin la zozobra de ser extorsionados, golpeados o deportados. ¿Cuanto faltará para que su mirada infantil cambie por ese rostro triste, miedoso, humillado de la opresión?Al salir nos piden que veamos a otro enfermo. Esta vez el panorama no es alentador. Un hombre de unos treinta años yace en la oscuridad del hirviente cuarto de láminas. Lo han llevado al hospital pero le negaron la atención, ha perdido 10 kilos en los últimos tres meses. Sólo está débil y su rostro se ve profundamente cansado, demacrado, con esa mirada que delata un cuerpo que pierde las ganas de vivir. Bob lo interroga y lo revisa: síntomas, historial, peso, presión, ritmo cardiaco. Al final le dice que vaya mañana mismo a la oficina, necesita una prueba urgente de VIH. La sola mención de la palabra SIDA crea un silencio que sólo se rompe por los mosquitos que penetran las rendijas del techo. Afuera los cinco hijos y la esposa del paciente esperan. Sólo me queda desear con todas mis fuerzas que a su drama de miseria no se agregue el drama de una enfermedad incurable, contagiosa y mortal.

Ahora, ¿qué es lo indignante y doloroso de esta miseria si podríamos argumentar que existe en muchas partes del tercer mundo? Lo cruel de esta pobreza es que se basa en la explotación. En la zona de Phang-Nga no hay escasez de agua, hay una excelente cobertura eléctrica, la población Thai de bajos recursos tiene acceso a servicios de salud y educación. Sencillamente esta pobreza indigna porque está planeada, porque desde el gobierno militar se ha decidido privar a los inmigrantes de toda herramienta que les permita vivir sin temor, porque no los quieren educados ni organizados. Los inmigrantes aquí sólo sirven para aceptar sueldos ridículos a cambio de jornadas de trabajo de 10 horas diarias. Esa es la gravedad de su miseria, ése es el dolor de los que sufren porque un sistema social se coordina para oprimir con el engranaje de la fuerza a los que en su mirada reflejan el rostro de una opresión que no cesa en tierra propia o extranjera
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