Tuesday, July 31, 2007

El camino del norte

Tengo cuatro días de libertad así que compro un ticket de segunda clase en un vagón dormitorio para el tren a Chiang Mai, en el noroeste de Tailandia. Esa misma noche salimos puntuales a las 9:20 de la noche y me ha tocado la suerte de dormir en la litera alta y junto a una ventana en ese vagón dormitorio donde habremos unas 40 personas, la mayoría thais y algunos mochileros que duermen celosamente abrazados de sus pertenencias siguiendo la paranoia preventiva del lonely planet. Desafortunadamente mis expectativas de comodidad no se cumplen: las diez horas de viaje parecen cuarenta, apenas puedo dormir y cuando llegamos sigo sintiendo el vaivén del tren en lo más profundo del equilibrio por varias horas.

Chiang Mai se encuentra en el corazón del Asia budista, cerca de la zona llamada el ‘triángulo dorado’, que es el punto donde intersectan las fronteras de Burma, Tailandia y Laos. La posición de esta zona la hace estratégica para el negocio de las drogas provenientes de Asia central, para el tráfico de mujeres que se unirán al colosal negocio de la prostitución en Tailandia y para los refugiados e inmigrantes que escapan de la opresión y la miseria de los regímenes militares de los vecinos tailandeses. Mi meta es llegar hasta el remoto campo de refugiados de Phangmaphea, que alberga unas 6,000 personas que esperan asilo político desde hace casi una década. El plan original es utilizar Chiang Mai sólo como ciudad de paso, pero cuando leo acerca de sus 300 templos budistas y su ferviente entrega a la religión decido pasar allí la noche. A la mañana siguiente inicio el recorrido por los lugares de la fe, después de ocho horas de caminar literalmente como perro apenas he visitado unas treinta wats o templos y el hambre y el cansancio comienzan a alejarme de mis ambiciones de haber visitado al menos cincuenta templos en un día. Estoy en Wat Suan Dok cuando un monje de edad avanzada me llama y entre palabras en tai, señas y la obsesiva repetición de la palabra “Chaaá” me lleva del brazo hasta una mesita afuera del templo, donde otro monje mucho más joven mira pasar la tarde. El monje joven me explica que ese templo tiene un programa llamado “Monk Chat” (plática con el monje, en inglés), donde los visitantes pueden platicar con un monje acerca de budismo, cultura tailandesa y al mismo tiempo ayudar al orador a practicar su inglés. Así que de nuevo estoy en una entrevista, esta vez totalmente inesperada y algo comprometida. Su nombre es Saduik, tiene 23 años y estudia teología en la universidad de Chiang Mai, ha sido monje desde los siete y terminará en uno más. Le pregunto sobre su vida cotidiana: levantarse a las cinco de la mañana, meditar, salir a buscar comida que la gente les obsequia para el desayuno, ir a la escuela, regresar a las cinco de la tarde para la cena, después dos horas libres para ver televisión, platicar con otros monjes, leer el periódico o meditar, a las siete de la noche. Saduik puede ver a su familia una vez ala año y cuando termine la universidad puede renunciar al templo y hacer una vida “normal” (hijos, empleo, etc.), sin embargo a mi pregunta de qué decidirá al respecto responde que seguirá siendo monje, que quiere dar clases y escribir un libro sobre teología y la visión budista del mundo. Tiene una expresión tímida y sencilla, m mira nerviosamente cuando le pregunto si puedo tomarle una foto pero de su voz siempre emana una energía positiva y una sonrisa permanente. Al final me pregunta si soy feliz y antes de que pueda responder con un monosílabo me dice “esa es una pregunta para ti mismo, no me la tienes que contestar a mí… no es fácil, ¿verdad?”. Le tomo una foto al monje mayor, el que me llevó casi por la fuerza a la entrevista y me despido de estos hombres cuyo desprendimiento material sólo les permite poseer sus sonrisas y su amor por la comprensión de la vida.





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